Cada vez cuesta más trabajo asomarse a la vida y encontrar un poco de felicidad. Eso se nota en la cara de quienes nos rodean y, por supuesto, en la propia. Hace unos días un amigo de esos que ves sólo de vez en cuando, pero con el que siempre tienes la impresión de que la conversación que inicias no es más que la continuación de la del día anterior, aunque hayan pasado meses. Pues después de un rato de animada charla, la interrumpe para decirme que tengo la mirada triste. ¡Date, se me nota! Nada hay más cierto que el dicho popular que dice que la cara es el espejo del alma. A lo que yo añado que no hay espejo como la mirada. Al menos esa es la que me delata. Quien se tome un minuto para mirarme descubrirá mi estado de ánimo al instante. Ciertamente estoy triste, que no deprimida eso es diferente. Voy a darle una vuelta más, sencillamente no tengo motivos para estar feliz. Me apenan demasiadas cosas, suceden muchas a mí alrededor que me apenan. He aprendido a canalizar tristezas personales, mis decepciones, mis fracasos, esos me los trago yo solita desde hace tiempo y procuro no proyectarlos hacia los demás, porque no se lo merecen. Pero eso no es suficiente para alcanzar ese equilibrio emocional que permite que brote esa alegría que todos esperan de uno. Pero esta vez, por más esfuerzos que hago, no logro que no se me note. Desgraciadamente tengo sobrados motivos. El lunes pasado Puri y Gerardo, a quien muchos de mis amigos conocéis, pasaban a despedirse muy felices, porque al día siguiente salían hacía Turquía. Gerardo, hombre cariñoso y entrañable, me decía –como hizo siempre- dame un besín que no nos vamos a ver en unos días. Y el jueves me comunican su fallecimiento en Estambul de un fulminante infarto. Desde que lo supe, no dejo de pensar en Puri. No en él, pues no tengo muy claro si es mejor la vida o la muerte. Siempre conocí a Puri y a Gerardo juntos, a todos los sitios no el uno sin el otro. Eran de esos matrimonios que no parecen reales por los unidos que estaban para todo. Pues eso terminó.
Pero no es esa la única fatalidad de la semana. Mi compañero de trabajo, al que hace poco más de un año se le murió un hijo de cuarenta y pocos años, se enfrenta al derrame cerebral de su mujer que, en el mejor de los casos, tendrá un mal pronóstico por las lesiones irreversibles que puede causar. De nuevo su mesa de trabajo está vacía y el silencio que reina en el ambiente corta el aire. Si es que a la pena se le puede poner cara, en la suya se ha instalado.
Y al salir de trabajar sigo viendo revolver en los contenedores a la puerta del supermercado a personas mayores en busca de un producto caducado o semi deteriorado con algo que aprovechar.
En la televisión dicen que algunos niños de Andalucía y otros de Cataluña hacen una única comida al día que se les da en los colegios. Los maestros denuncian que vienen sin desayunar y que los padres les dicen que tiene la nevera vacía y ni un euro para comprarles ni un bollo pan. Que se dice pronto...
Una señora conocida me visita para pedirme trabajo de limpiadora, porque su marido cobra 400 euros y no les da para vivir y pagar los gastos de la casa. Como tiene 55 años ya no encuentra trabajo.
¿Sigo? No, mejor dejarlo ahí. Todo sucede a mi alrededor, no son cosas que pasan en países lejanos, las tengo a la puerta. Por eso ha fundado mi propia ONG. No estoy de broma, es cierto. No os preocupéis, no voy a pedir nada, pero un día os cuento, por si os animáis a formar la vuestra. Es muy humilde, la mía claro, y de muy corto alcance, pero es lo único que me hace feliz. Estar para alguien que me pueda necesitar me ayuda a sobrevivir, que no es poco.