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VIAJANDO EN LA BARCA DEL AUTOBÚS, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en LA NUEVA ESPAÑA 11 de diciembre de 2021)

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                                     (En Avilés)


Para empezar, hagámoslo sin rodeos: para escribir bien hay que ser, como Umbral, hijo seguro de madre e incierto de padre por no estar registrado en el Civil -los padres son inseguros y por eso están inseguros-. No es asunto de reyes, en exclusividad, lo de matar al padre. A los escritores verdaderos también siempre estorba el padre, que está en la alcoba junto a mamá. El escritor Martín Garzo acaba de describir el misterio de la llamada Creación: “La figura de la madre es el acto fundacional de la literatura, es el momento en el que el niño se tiene que ir a la cama, y en ese momento oscuro y siniestro cuando se le pide que se quede solo, quiere que el adulto le cuente una historia”.

Dicen que Proust, al que tanto molestaba el padre, al preguntarle para qué o por qué escribía, se carcajeaba a la manera judía, encogiéndose de hombros. Y dicen que Umbral, faltoso de padre y luego de hijo, dijo que escribía para cantar, como “coser y cantar”, entre el encanto y asombro con hipo, al principio, y el desencanto, con bostezo, al final. Y sin que los “creadores” deban olvidar a ese Quevedo salmantino del siglo XVIII, autor de pronósticos y almanaques, apellidado Torres de Villarroel, que escribió: “Yo bien sé que alcanzo más y discurro mejor, que lo que dejo escrito”.   

Torrijas no de la confitería Galo, aunque podrían serlo

Llegar a merendar “marañueles” en Avilés, podía ser de duro viaje, que comenzaba subiéndose al ALSA, de varios pisos, con parada en la calle Cabo Noval de Oviedo; subir con pasamontañas como rusos y con gafas de motorista a la baca del autobús, por la escalera, y trepando como trepan los monos por los árboles en la selva, para sentarse ya, arriba, en un banco de madera, recibiendo aires, todo lo cual podía ser una odisea como la de Odiseo. Y así, tiritando, hasta llegar a la parada de “Los Luarcas”, enfrente del Parque, en Avilés, en la prolongación de la calle La Muralla, dejando a la derecha el Café Colón. 

Por llegar de esa manera a Avilés, podía decirse que no es el viajero el que llega, sino que es el mismo paisaje el que viaja, sabiendo mucho después que Paul Morand, esteta y muy de derechas, había escrito que “viajando, el gris se convierte en rosa”. Y luego había que caminar, en Avilés, junto al “Galé de abajo”, en La Muralla, saludando a doña Josefa, enfrente del acceso al mercado, para llegar hasta el “Galé de Arriba” (Confitería), en la calle La Cámara (hoy tienda de marca internacional de perfumes y cosmética), y saludar a doña María, que, al final entregaba, como un trofeo, la ansiada y golosa marañuela, la de Avilés, no la de Luanco ni la de Candás. Doña María, la de Galé, era la que envolvía los pasteles con el papel enrollado y dibujos de la casa; era la que colocaba los palillos, unos tiesos y otros doblados para que el envoltorio no deformase la pastelería blanda; y era la que ataba las docenas con la cinta pastelera, unas veces roja y otras azul.

        

EL PARQUE DE AVILÉS

 El obrador de la Confitería Galé, que miraba a la calle estrecha, siempre llamada “de los Cuernos” (hoy Alfonso VII), calle separadora de la Confitería, de la oficina de la Caja de Ahorros, era largo y complicado como un laberinto. Allí, el sobrino de Josefa y María, por no esquivar una columna del obrador, convirtió en un 8 la rueda delantera del triciclo, el mío, causante de pena y tristeza; a partir de ese momento, para mí, el 8 nunca significó un notable alto, sino que fue el número del adefesio, de eso que los curas llaman pecado, que ni las marañuelas consolaban. Se armó la de Dios es Cristo, pues es aquel momento la omnipotencia infantil desapareció.

Las marañuelas, como en el caso de las magdalenas de Proust, que  “parecían tener por molde una valva de concha de peregrino”, hacían bullir en mi mente dulces gustos a limón y a anís, como los vahos de eucaliptos en la pota colorada y, aspirando, curar catarros. Pero el jaleo no fue sólo por lo pastelero, también fue por lo del “carrito” de los helados, de Los Valencianos (los Valencianos de Gijón eran otros) estacionado el “carrito” en el Parque, dejando ver su fondo de oscuro, frío y cóncavo, como la quijotesca Cueva de Montesinos. 

CALLE DE LOS CUERNOS

En el fondo de la cueva o “carrito” se guardaban las rectangulares barras de helados para vender por cortes, a dos pesetas cada corte. Especialidad exclusiva de Los Valencianos de Avilés, nada parecido en Oviedo (Verdú y Los italianos) ni en Gijón (Verdú, Los valencianos, Los dos hermanos y La Ibense), era el helado de menta, de un color muy verde, como verdes eran los azulejos del Café Colón, enfrente. ¡Qué ruido, el del cuchillo largo del heladero, penetrando por entre los hielos verdes, y colocarlos luego entre galletas, de mucho chupar!

Cerca estaba el amarillo tranvía, con jardinera, pronto a partir hacia Piedras Blancas, llegado de Villalegre, que descendía por la izquierda de la calle La Cámara, girando luego en ángulo recto a La Muralla, y quedando estacionado junto al Parque, entre dos impresionantes cúpulas, la de Banesto y la principal del quiosco de la música, rodeada de cuatro más pequeñas como pagodas. El conductor del tranvía siempre iba adelante y de pie, y el cobrador, siempre detrás. El conductor, con la mano izquierda, giraba el manubrio o manivela de las marchas hacia la derecha, y sujetaba con la mano derecha la rueda negra de frenar, al tiempo que pisaba con el pie derecho el “rin-rin”, de la bocina. 

EL CAFÉ COLÓN HOY

El cobrador llevaba un cabás hermético de madera, con gomas, como las de los practicantes, y en él guardaba los billetitos de papel, títulos para el transporte, muy bien colocados; se oía el “cloc, cloc” de cerrar, antes de tirar de la cuerda del techo para avisar al conductor de que iniciase la marcha. Se llegaba a Piedras Blancas, dejando atrás Salinas y los arenales, de olor a pino. En Avilés quedaban las lanchas a motor que transportaban a avilesinos, cruzando la Ría, de olor a mar y algas, hasta llegar a la peligrosa playa San Balandrán. En San Juan de Nieva se veían los humos blancos de mucha combustión de las máquinas poderosas de la RENFE, con maquinista y fogonero, las cuales sudaban, lanzaban carbonillas y hacían maniobras.

Hija de la Caridad

         Desde la terraza del primer piso del café Colón, como en Venecia, se olfateaban, al mediodía de los domingos, los aromas de vermouts de solera, el célebre vermout del Colón, más celebre que el de La Paloma, en Argüelles (Oviedo). Por abajo, desde la terraza del café, se veían pasar a monjas emparejadas, cuyas tocas, de pajarería blanca, eran como alas almidonadas, llamadas Hijas de la Caridad, conocidas como las monjas gaviotas, las mismas que las del Hospicio de Oviedo o las del Colegio La Milagrosa, en la calle ovetense de Gil de Jaz. 

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