(5ª Parte)
La madrastra Marina aguantó la taurina envestida de los jueces, perdiendo los pleitos, todos, ganándolos el hijastro Camilo C. Conde, en hazaña como de Cenicienta rosa o de negro Capitán Trueno. No tuvo más remedio la del principio, que volverse a casar, también por amor, esta vez a la tercera.
Camilo, el hijo de Camilo, ni abogado ni pirata como aconsejaba Byron, fue locuaz en los días siguientes al fallecimiento de su padre (enero de 2002), pues primero dijo: “El deber de un hijo es enterrar a su padre, no juzgarlo. Con parecidas palabras lo dice Shakespeare en Julio Cesar”. Es verdad que Shakespeare, por boca de Antonio, uno del Triunvirato después del asesinato de Cesar, escribió algo parecido, muy parecido, pero diferente. También por aquellas fechas, en segundo lugar, el hijo Camilo (neno o fillo) y de Camilo, en el diario El País (página 31, de 18 de enero de 2002), escribió: “Quien se muere no es solo un escritor de culto, premio de todos los premios. Es tu padre y, ahí, naufragan los tópicos al uso”.
Hubo muchos más que, en aquellas mañanas invernales, de cirios y velones fúnebres, con cura tapado de morado, retorciendo las rectas líneas de la filiación, se declararon hijos, herederos de Cela. Uno de ellos fue Umbral, que tanto amó al Cela padre, pero que a medida que iba pasando el tiempo, más a parir lo ponía, no obstante haberse declarado “huérfano y ser su hijo literario”. Hay que tener en cuenta que Umbral, a diferencia de Cela, nunca llegó a ser académico de la Lengua, y Cela, sobre la Academia, exclamó:” Llegar a la Real Academia es como tirarse a la vecina. Una vez que nos la hemos tirado, pues ya está”.
Y de Umbral dicen, que apenas se comió una pequeña rosquilla, y que lo de las vecinas ni pío, y que disparó en 1997 con aquello de que “los godos eran ya la Derechona”. Y en el año 2001, el de Valladolid, en la sección Los placeres y los días del diario El Mundo, a Marina Castaño la llamó “animadora cultural”, --esa rara virtud-- escribió. Umbral, antes, en 2001, en la misma sección y diario indicados, bajo el título La madera de Cela, declaró en plan profesor de instituto o de Escuela Anormal de Magisterio: “Los jóvenes se nutren de desastrosas traducciones anglosajonas y se limitan a redactar mal, porque, aunque se dicen escritores, ignorarán siempre qué cosa es este verbo intransitivo: escribir”.
Cela padre, en cuanto gallego, siempre cortejó a la muerte; por eso escribió tanto del cementerio en el que está enterrado, junto a un olivo, cerca de Rosalía, en Íria Flavia. A mí - lo declaro con toda solemnidad-, me gusta más el Cementerio de Santa Marta de Ortigueira, por sus vistas a la Ría desde el alto sitial de muertos, que el de Cela, el de Adina. Pensando en la Resurrección, me parece más gratificante ver de pronto, al despertar del largo sueño, una esplendorosa ría que un fúnebre olivo, estéril por falto de aceitunas. Y es que Santa Marta tiene tres cosas de fama mundial: la Ría, el Cementerio y la Tarta de Santa Marta.
Sabido que Galicia es tierra de ricas empanadas frías y calientes, y de tartas genuinas. A Camilo (pai) la tarta que más le gustaba era la de Santiago, y a mí, la que más me gusta, es la de Santa Marta, con esas frutas escarchadas, rojas y verdes, encima del hojaldre y almendrado, tan brillante que parece de cera, y todo con esa excelencia pastelera que es lo empalagoso.
Nunca entendí cómo las “personas empalagosas” resultan tan incómodas, incluso siendo novios, y los pasteles resultan más ricos y sabrosos cuanto más empalagosos sean. Y allí donde esté una rica tarta de Santa Marta, que se quiten las de O Rey das Tartas, el de Mondoñedo, sede del otro rey, el Obispo de la Diócesis.
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