Ya escribimos en el artículo anterior, muy gijonés, titulado De la
Virgen de la Guía a Las Mestas, que en las veraniegas fiestas de La
Felguera, Pola de Siero, Luanco, Avilés, Gijón y Oviedo, los concursos
hípicos eran parte importante del local programa de Ferias y Fiestas. En
esos concursos, se veían a las caballerías trotar, saltar o derribar obstáculos,
y los espectadores apostaban o jugaban los dineros, entre serie y serie,
durante los largos descansos de la competición. Los jinetes eran hombres, y
la única mujer que concurría, la señorita Zendrera, no era considerada
señorita.
Al principio, los hípicos fueron muy nacionales de España, pues los
jinetes eran españoles, casi todos militares del Arma de Caballería,
residentes en Valladolid, que llevaban largas botas de cuero, espuelas y
fustas. Y tenían a su servicio los que llamaban asistentes, que eran
“quintos” de la Mili, una clase entre Sanchos y Panzas que todo y a todos
pagaba el Estado, incluidos caballos y potros de largo pescuezo. Ver en
pista a caballeros voluminosos, en competición, subidos a corceles rabudos
o sin rabo, era como ver a Quijotes en búsqueda de aventuras conforme a la
ley de la caballería.
Muchas banderas, farolillos y gallardetes, de muchos colores, a
excepción del morado republicano, ondeaban en las alturas, gracias a los
airecillos veraniegos, de las pequeñas casetas de apuestas o en lo más alto
de los mástiles pintados de blanco. Telas y mástiles que recordaban a los
largos pendones como los cazurros de Valencia de Don Juan o de
Gordoncillo, en tierras moras, las de León, pero sin cruz y sin capelinas los
pendones. Gualdas y de color rojo, el color “regiamente decorativo” según
Plá, pero jamás de rojos.
Todo empezaba hacia los finales de junio, con las fiestas de San
Pedro en La Felguera, y terminaba hacia los finales de septiembre, con las
fiestas de San Mateo en Oviedo, siendo punto final la Misa solemne en el
Santo Cristo de Las Cadenas, en la que comulgaba el Alcalde y toda la
Consistorial ovetense. Y aquel ondear festivo de banderas y movimiento de
farolillos acontecía aunque el campo para el salto de caballos fuese un feo y
decadente estadio de futbol.
Campo de futbol era en invierno el campo hípico de verano de La
Felguera, el municipal de Ganzábal en el que siempre jugó el Unión
Popular de Langreo. Campos de futbol en invierno y campos hípicos en
verano también fueron los de Pola de Siero y Luanco en el mes de Julio, y
el de Avilés (el conocido estadio de Suárez Puerta, de don Román), a
principios de Agosto. Nunca entendí la compatibilidad entre el futbol y los
caballos, un mismo lugar para deportes tan distintos, siendo los caballos los
privilegiados transmisores del peligroso tétanos, del que, en aquel tiempo,
con mucha alarma, se vacunaba a los niños.
Fue siempre discutido si los asturianos, que tanto iban al hípico, lo
que les gustaba de verdad era el espectáculo ecuestre o el apostar. Es
verdad que muchos asturianos gustaban y gustan de los caballos, aunque en
verdad gustan más de las vacas y de lo vacuno, como se deduce con
facilidad con un desplazamiento a la aldea astur, tierra de aldeanos y de
aldeanas como Pinón y Telva. Ello es así, aunque los tantos aficionados a
las vacas, aquí en Asturias, ignoren asuntos tan elementales como las
siguientes: si las orejas de los vacunos están detrás o delante de los
cuernos, o si los animales con cuernos carecen de dentadura en la
mandíbula superior.
Lo de apostar con moderación que así se apostaba en los hípicos
asturianos, es otra historia; pudiera ser que como el ahorrar mismo, sea de
educación y de esencia burguesas, aunque no lo parezca. Ahorrar, como el
apostar, tienen en común eso tan burgués que es la pasión por el dinero; la
pasión por hacerse rico y como sea, con tacañería y roña, unos asesorados
por contables y otros sin ellos. La burguesía siempre fue de conservadores
y los contables que tanto necesitaron siempre fueron conservadores.
Por eso, las poblaciones más burguesas tuvieron los mejores hípicos,
los de San Sebastián y La Coruña, no siendo casual que el Hípico de La
Felguera fuera poco burgués; no era florido precisamente, sin amapolas ni
geranios. Era gris, muy gris, felgueroso el de La Felguera, viéndose
entonces desde la ruinosa y vieja tribuna de futbol, al otro lado de la
carretera, el paso de trenes con máquinas de vapor del “Ferrocarril de
Langreo” empujando vagones de madera para pasajeros. Desde esa misma
tribuna, se oía, por detrás, el circular de viejas máquinas eléctricas de
RENFE, las primeras del Pajares, feas como cocodrilos verdes.
Muy gris era la llamada “pista de ensayo”, situada fuera, a la derecha
del Estadio felguerino, y muy grises eran los autobuses “El Carbonero”,
con franja amarilla, leyéndose en la carrocería el itinerario que era: “La
Foz, Laviana, Oviedo”. Esos autobuses salían de la prolongación de la calle
San Francisco de Oviedo, al lado de La Gran Taberna, de muchos pinchos
y bocadillos para el viaje, junto a la Plaza de Porlier, enfrente del Palacio
Camposagrado, entonces sede de la llamada Audiencia Territorial.
Llegar a La Felguera, desde Oviedo, en “El Carbonero” y no en el
Ferrocarril de Langreo desde Gijón, daba la oportunidad de permanecer en
Tudela Veguin, comer en un chigre “fabes con calamares en su tinta”, de
receta de la “vieja cocina”, y empinar porrones de tinto a granel o de
barrica. Por toda aquella zona, únicos burgueses debieron ser los
componentes de la Asociación de Fiestas de San Pedro, en la Felguera, que
tenían las mismas inquietudes, al parecer, que los de Educación y Descanso
de Perlora.
Luanco, tierra de marañuelas, pasó de tener estadio de futbol en
invierno a campo hípico en verano con ocasión de El Carmen, pero como
todo lo de Luanco siempre fue otra cosa…
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