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CORRIENDO LA MILLA, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en "La Nueva España", 19 de febrero 2022)

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(Desde Santa Catalina a Rosario Acuña, de cerro a cerro, en buque a estrenar). 





Dicen que la bahía de Gijón tiene forma de centollo de roca, aunque no precisan dónde situar el “carro” del cangrejo: si afuera, en el mar, o dentro, a partir del Muro de San Lorenzo, hacia Ceares; eso debe ser cosa de poetisas o de rapsodos,  apoyándose en imaginaciones y en teorías, que siempre son contemplativas. Los prácticos, por el contrario, dicen que la bahía gijonesa es como una tenaza, que atenaza en temporales, y que recuerda al abuelito Tezanos, el de las encuestas increíbles. La verdad, ni poética ni práctica, es que lo del Muro de San Lorenzo se está complicando y parece ya un cafarnaum circulatorio, con riesgo de quemaduras en la parrilla, como San Lorenzo, a los del cacicato, que, además, son ateos por la gracia de Dios. 

 


El ovetense Rodrigo Bobes, mi pariente, del que escribiré pronto, al entrar en Oviedo por Lugones y Santullano, no me invitaba a mariscos ni a cazas en El Trole, de Álvarez Garaya, sino a comer sardinas a la vixigona (o bexigona)  y “sardines rellenes, en un bar de La Calzada. Es que Gijón, tal vez, no se pueda concebir sin mariscos, pero, desde luego, no se puede entender sin sardinas. Sardinas llevadas por toda la capital de la Costa Verde en carritos o carretillas con ruedas de goma, cargadas de cajas de madera con sardinas frescas y con trozos de hielo de la fábrica junto a la Rula. Esas carretas eran empujadas por mujeres forzudas, de Cimadevilla, con mandiles y moños sujetos por horquillas enormes. 

 

Las sardineras gritaban con jolgorio para anunciar la mercancía de sardinas, que vendían por docenas, envolviéndolas en papel de periódico; se las veía y oía, por ejemplo, junto al Mercado de San Agustín, entre las calles Cabrales y Cápua. Y cuando dejaron de callejear las de Cimadevilla, permanecieron las mujeres marineras de Nazaré, en Portugal, que, siendo diferentes, recordaban a las de Gijón: las de Nazaré llevaban el calcañar al aire; las de Gijón siempre lo tapaban con calcetines de lana y zapatillas.  

 


Y también, genuina de Gijón, fue la llamada “Comandancia militar de Marina”, que tanto llamó la atención, porque era redundante, pues no se conocía “comandancia” que fuese civil (la de la Guardia Civil fue y sigue siendo, inmutable, también militar), porque siendo “militar” sus competencias principales eran civiles, caso de pesca, marina mercante, salvamentos y naufragios, y porque, finalmente, tal Comandancia de la Armada, estaba desarmada, sin barcos,  ni de guerra ni de paz. La lancha de Salvamento, a la que nos referimos en anterior artículo, era de la Asociación de Salvamento y de Higinio; y el barco Cies, atracado en el Musel, era otra cosa.

 


Acaso lo más “armado” de la Comandancia fuera el Seat negro, 1400-C, siendo el chofer un tal Riestra, de Cimadevilla, que trasladaba a la señora del Comandante, de mucho mando, a rezar en la Iglesiona, siendo tanta la piedad que los asientos del vehículo parecían reclinatorios. En la matrícula del Seat figuraba eso tan contundente que era lo de “Fuerza Naval” (FN). La autoridad del Comandante de la Comandancia era importante, lo cual hacía muy necesaria la dotación de oficiales, caso de Osorio, Teniente de Navío muchos años y buen jugador de Tenis en tierra firme; dotación también de suboficiales, y hasta docenas de marineros, que llamados de reemplazo, eran todos enchufados de Ferrol, y los que no lo eran de aquel Ferrol caullidesco, iban al “Ferral del Bernesga”, en León, donde estaba el “Centro de Instrucción de Reclutas” (CIR) y el cabo Pîcurri, del que aseguraban que mandaba más que el coronel-jefe.   

 

Paseando por El Muelle gijonés se podían ver las literas de sueños y ronquidos, y a los marineros ya despiertos y alborotados, siendo impresionante la marcialidad de la marinería en la puerta de accesos a la Comandancia, con caras muy serias, como de entrar en combate ya, ya; con botas negras, el fusil y las gorras, que eran como platos, de azul con cinta blanca. Y por aquella puerta, según contaban los espías del enemigo –siempre rojos- entraba el marinero-repostero, que era vasco (los vascos, incluidos los gudaris, siempre fueron reposteros), y que llevaba a la cocina de la Jefatura armada las mejores merluzas de la Rula vecina, con intervención preceptiva del dueño del restaurante La Botica, de mucha fama e influencia entonces.    

 


El Comandante, don Federico, marino laureado, esposo de doña Concha, dirigía el llamado “Correr la milla”, que era prueba oficial y preceptiva sobre velocidad y combustible del nuevo buque, botado y ya en la dársena portuaria, antes de su entrega al naviero.  Nada, pues, que ver con otras corridas, ni siquiera las taurinas, de tanta polémica. A dicho efecto, la cóncava nave, como la de los aqueos de Homero, recorría la llamada milla, entre el Cerro de Santa Catalina y el caserón, en el otro lado, de Rosario Acuña. Era natural que ante tal evento náutico, las ninfas y demás divinidades marinas, incluida Venus, se excitaran, vestidas con púrpuras de los mares.

 

Como aquellas pruebas coincidían con la hora de comer, en el buque a estrenar se almorzaba de manera opípara, a base de exquisitos productos, ensaladillas nacionales y pimientos colorados, de Navarra, además de variedad de moluscos y peces -lo de ensaladilla rusa y pimientos rojos no se consideraba apropiado, por razones políticas, en un buque nacional-. El problema estaba en que los paladares y las papilas, las pituitarias y todo lo palatal en general, después de lo de las sardinas “bexigonas” y las “rellenes”, estaban como atrofiados, por lo que el apetito y el gusto no venían de arriba, sino de abajo, no de la boca sino de la barriga, la de las groseras ganas de comer. 

 

 


Mientras las autoridades marítimas controlaban la velocidad y el consumo del combustible del nuevo buque, yo meditaba, esperando despegar de un momento a otro, creyendo lo del poeta Rimbaud: El mar que se fue en pos del sol, imaginándome al mar, volando, para subir a cortejar al Sol. Y con el cinturón puesto por si acaso, divisé en la orilla, en la zona de los merenderos, al “Bella Vista”, que tanto contemplaba paseando por el Muro. Un real Bella Vista, el de Germán y el de Estrella, entonces, grandes trabajadores, y el de “Germanín” luego, y hoy lugar de ocio y negocio del gijonés Grupo Gavia. Y un imaginario Bella Vista que traía al recuerdo paseos por los elegantes y románticos BelleVue, de mucho juego, de Biarritz o de Mónaco, luciendo las damas veraneantes unas pamelas amarillas -nunca tocas o mantillas de monjas-, descendiendo de un negro Rolls-Royce. 


 

Y desde el buque en pruebas, más cerca del Sanatorio Marítimo, se podía atisbar, desde la lejanía, otro merendero…

 

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