En Radio Asturias, la de los Toyos Gallinal, en las noches de los
domingos, se oía un programa deportivo. Se escuchaban los “punterazos”
de Ricardo Vázquez Prada, el de Región y el de la Pola, con truenos y
centellas y como con corneta cuartelera. No sé si los “punterazos” salían
del “Oviedín” o del “yin”, o del “Oviedón” o del “yang” –siempre, por
supuesto, desde el alma-. La historia de Oviedo, civil o incivil, lo demostró;
fue dual, unas veces muy del “yin” y otras muy del “yang”. Y en aquella
Radio, también, se podían oír crónicas suaves de otro radiofonista, éste
avilesino y gijonés, don Daniel Arbesú, buena persona en todas las
ocasiones, de más vista larga que de paso que era muy corto; de rezos
matinales en la Iglesiona, y hasta novelador de la Guerra Civil, con final
imposible, pues los combatientes, fratricidas, se abrazaban.
De don Daniel Arbesú me acuerdo porque sí; también porque en
aquel programa de radio y en otros se decía Y más al Norte está Gijón, lo
que me recuerdan hoy los botarates de esa sociedad, que llaman Gijón al
Norte, que, al parecer, mira contemplando lo intermodal y los inútiles
túneles húmedos. Es muy gijonés eso de hojear el feo nudo o embrollo del
ombligo y permanecer así pasmado/a, viendo la roña acumulada. Y si de lo
que se trata es de construir una estación ferroviaria, la obra puede durar
siglos. Lo de derribar una estación, tal como ya se comprobó, puede ser
asunto breve, de horas o de minutos, si los dineros se muestran encima de
la mesa.
Lo del Muselón se hizo en plazo razonable, y eso que era una obra
de gigantes, de cíclopes intocables, más con tres ojos que con uno, como
Polifemo o como Florentino. Por eso al Musel se le añadió ese aumentativo
tan gijonés terminado en “on”: el Muselón, como el Molinón en masculino,
o la Escalerona en femenino. Gijón, aunque a ciegas camine o lo piloten
con ceguera y sordera, siempre tiene un norte, que es el mar/la mar,
siempre el mismo y siempre diferente. Me dijeron que, por sus colores y
colorido, incluido el de las variopintas casetas playeras, Gijón fue más
hembra que varón y fue llamada “Capital de la Costa verde”.
Antes, el color del mar era el del cielo, su reflejo: gris si había nubes
o azul si no las había. Ahora el mar de Gijón tiene muchas veces el color
del café con leche o chocolatoso, no el del cielo, gris o azul, sino el de las
alcantarillas. Antes las aguas olían a mar, a algas, a perfumes azules y
verdes, y ahora a porquerías según los surfistas. Y en las rocas de los
extremos de la Bahía, junto a la Iglesia de San Pedro y junto al Sanatorio
Marítimo, había hasta marisqueo de cangrejos.
Desde la calle Jovellanos, la de la Iglesiona, se llegaba a los
frondosos Jardines del Náutico con faro alto; eran como de colonia
iberoamericana, destrozados por esa estupidez, muy de concejal ignorante
de Gijón, que siempre creyó que lo bueno y bonito, había que derribarlo.
El espectáculo del Muro de San Lorenzo, desde el Náutico, era de fiesta. La
bandera “pelaya” en la Escalerona, y las otras banderas por el Muro
jugaban con el viento marino como si bailasen; las galleteras y barquilleras,
con sus colorados bombos, estaban en su sitio, bien sentadas, junto a La
Escalerona, ofreciendo su rubia mercancía y de sabor a canela. Los dos
carritos de helados, el de Verdú y el de Los Valencianos, allí permanecían
vendiendo vainillas y natas frías, en cortes, a dos pesetas.
A la izquierda del Náutico, en la escalera primera, vigilaba el
“Boya”, que, con presencia y guapura de cara, asustaba hasta los náufragos;
y a la derecha se veía el “Martillo de Capua”, donde curaba todas las
dolencias el célebre doctor Hurlé Velasco. Más lejos se podían ver el
“sombrerazo” del México Lindo, las blancas pérgolas de cemento y el
carrito frío de Los Dos Hermanos.
Y todo lo presidía la “lancha de Salvamento” que estaba, como
sentada, en el centro de la Bahía, quieta y vigilante, con su visible
chimenea y bandera, pintada la lancha entre azul y gris, color muy de barco
de la Armada. Supe pronto que era de Salvamento y de Naufragios. Me
aseguraron que Higinio, el de Salvamento, era su patrón, siendo del caso no
haber visto a Higinio jamás en la lancha y si, con prismáticos y con un
artefacto de Walki-talkie, disertando en lo más alto de una escalera blanca,
en las inmediaciones de la Escalera 12, sobre todo lo divino y humano. Allí
subido, entre casetas de tela, no de maderas, Higinio era como Aristóteles
en su Liceo, explicándolo todo, con su cara morena y sus piernas cortas y
colgantes.
La “lancha de Salvamento” estaba rodeada de velas blancas, que
parecían pétalos o capullos de rosas blancas en el mes de María; eran las
velas de los snipes, del Club, el de las Regatas. Ver a un marinero del Club,
en lancha de remos, arrastrar los snipes, para subirlos a tierra, concluida la
regata, podía ser de congoja bajando la marea, pues parecía que se iban a
hacer añicos los barquitos por las duras y cercanas rocas. Al lado del
paredón de los pelotaris gijoneses, limpiando barquitos y velas, estaban
veteranos regatistas, como el ginecólogo Manuel Guerra Asorey, el de
partos a miles en el Sanatorio de Begoña, con ayuda de la comadrona, de
humores serios y sin cachondeos, Maribel Trabanco. Guerra, por la
explanada del Club, se movía como “metido en sí” y como pidiendo
disculpas al suelo por pisarlo. Veteranos regatistas eran Miguel Ángel
Fanjul Calleja, que aún se pasea por la Plazuela, y José Fernández Guerra e
hijos, dos.
Los últimos me hacen recordar a aquella mujer, de ojos azules como
zafiros y de pestañas tiesas como persianas, que se llamó Pepa Osorio,
pintora con arte y mujer brava; la veo bajar, vestida con túnica azul o con
blusones holgados y sombrero colorado, camino del vestuario de mujeres,
cerca de la piscina, en el Regatas. Otros de los regatistas de snipes, más
contemporáneos, eran los Martínez de Azcoitia, Tono y Manolo, Alejandro
Nespral, Toño Castaño, los Paquet y Teleña, entre otros.
Y arriba, en el salón, se celebraban en las tardes-noches, los “Te-
Bailes”, con animación a cargo de excelentes grupos locales, que aparecen
en el estupendo libro de Luis Miguel Piñera Pop Playu, los conjuntos
músico-vocales en la década 1960. Recuerdo a músicos que en sus ratos
libres hacían música y en los no libres de todo, caso del grupo Zoreda,
dirigido por Isidro, el bombero. Lo de bailar fue moda global; también de
Oviedo, pues los ovetenses, unos pocos, bailaban en el Club de Tenis, y el
resto en los bajos del Teatro Filarmónica, en la Sala Alaska. Músicas por
doquier, de conjuntos, muy de moda, como Los A-Dos y los bajitos de Los
Surfs, los del “Tú serás mi Baby”.
La moda de las matinées y de las soirées, de baile, parecía muy
francesa, aunque faltaran las vedettes, con faldas cortas, pues a medida
que el baile era más agarrado, las faldas de ellas, por abajo, parecían
crecer.
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