O de saldo, que viene a ser lo mismo. Restos que intenta atesorar quien un día fue y ya no es nada, ni nadie. Personas ancladas en un tiempo pasado en el que las cuatro reglas, un traje con corbata o un uniforme, una señorona colgada del brazo, la misa los domingos, y unas prácticas morales nunca cuestionadas –que ni siquiera practicaban-, siguen hoy en día en su pedestal, intentando vender su peculiar sentido de la cultura. Y así les/nos luce el pelo. Con una simple mirada alrededor, a poco que funcione el intelecto, uno se da cuenta que no sabe nada, que su ignorancia es supina, que las cuatro cosas mal aprendidas nunca podrán convertirnos en un hombre o mujer culto/a. La cultura es, en mi opinión, el camino que nunca se debe de abandonar, a sabiendas que jamás se alcanzará meta alguna. Porque todo cambia -por fortuna-, porque lo que hoy es dogma de fe, mañana quizá no valga nada. También puede suceder lo contrario, antes no era nada y hoy lo es todo. El arte, la ciencia, las reglas morales… todo cambia con el tiempo. No podía imaginarse el hombre culto de la antigüedad que la tierra era redonda: y lo era. Quién iba a decirles a los hombres cultos de principios de siglo –que eran los máximos defensores de estas situaciones- que las mujeres servían para algo más que parir hijos y servir a sus maridos. Y ahí estamos, dando guerra. El mismo Ortega y Gasset (hombre culto sin parangón) cuestionaba la capacidad intelectual del género femenino. Un vistazo a las universidades es la respuesta. Tampoco pasó el corte del tiempo. Ya sé, estoy mezclando churras con merinas. Pero lo hago intencionadamente, porque no entiendo por cultura el simple conocimiento de muchas cosas memorizadas, sino esa capacidad para adaptarse a los cambios que trae consigo el progreso. Cambios sociales, morales, intelectuales, científicos…, todo forma parte de nuestro bagaje cultural. Cuanto más nos aferremos al pasado, menos estaremos haciendo por nuestra cultura. Quedándonos estancados creyendo que somos sus guardianes, anclándonos en unas normas las más de las veces obsoletas, nos convierte en portadores de una cultura de saldo o mercadillo. La que transmitiremos, por desgracia, a nuestros hijos.
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