Don Quijote es el libro del tercer estado, es el mundo de los campesinos, de los mesoneros, de los pastores, de los arrieros, de los labradores y vagabundos. En él se siente olor a ajo y a sudor, olor a tierra y a trabajo; verdaderamente, no es un libro para señoras ni para estómagos delicados.
Giovanni Papini, Retratos.
Eso de “dejarse morir”, o mejor, “dejarse morir sin más ni más”, puede tener una pluralidad de significados.
Pudiera ser, en primer lugar, la versión mortuoria de un tipo de vida que fue lánguido, un dejarse vivir como sin ganas o con vagancia; indiferente a todo y todos, y propio de un auténtico selecto o dandi como fue Byron, el poeta llamado el “Mefistófeles cojo”. Nada que ver ni con los negocios del comercio o de la industria ni con los de la banca, sin pantalones colorados de golfista ni rizos grises en la nuca de la cabeza calva como un presidente bancario de aldea, y nada de veraneos en Sotogrande (Cádiz), como los de notarios o registradores de la propiedad (esto último lo escribo con endivia (¿mejor, acaso, con envidia?), pues habiendo sido antes de aquéllos, soy ahora juez.
Pudiera también, en segundo lugar, significar una resignación orgullosa y secreta ante el más estrepitoso y seguro de los fracasos: la muerte. Esa es la actitud de quiénes, sabiéndose en la última enfermedad, no quieren que los vecinos y prójimos, contra los que tanto se pelearon, se enteren del inminente y definitivo adiós, con un pié ya en el nicho o sepulcro, aunque el cementerio se llame del Salvador y esté en un arenal o polvera. Orgullosos que no dejan de ordenar a los suyos que, a su fallecimiento y en el tanatorio con flores y músicas de arpías que no de arpas, la caja o contendor de madera pobre, sea herméticamente cerrada, para que no se vean los impresionantes dientes del difunto –prótesis costosa y pagada a crédito en su día, obra de dentista con clínica en un bajo o almacén-: dentadura de vampiros y, ahora, en la muerte, dientes de vampiros, indestructibles.
La tercera significación del “dejarse morir” pudiera ser la de aquéllos que, en su cordura extrema, locura o enfermedad, sólo piensan en la muerte deseada, aborreciendo este mundo, y con ese cariño tan sobrecogedor que es el de querer morirse, con o sin inquietudes inmortales o creencias de fábula o de reino eterno. Por tanto empeño, algunos/as hasta lo consiguen, con un instinto de conservación muy menguado o encogido por penas y dolores, casi todos o bastantes obra de imaginación.
En esta tercera categoría, o tercera vía, entran los/as del “muero porque no muero”, místicas y místicos, encajables en lo de locura o de la enfermedad, los del Doktor Faustus, tan descreído y presente en las campanadas de hoy, día de la Pascua de Resurrección, pues, al oírlas, descartó el suicidio; justamente lo contrario que a mí me ocurre al oír las campanadas locas de la loca campana de La Balesquida, mi vecina de enfrente, calle por medio, y con vista a la torre catedralicia manca, donde tanto rezan los canónigos y alguna vez el obispo cardoso.
¡Y dónde metemos a los que creen en Dios para de esta manera, como señaló Rilke, poeta de Praga, matar subjetivamente y gratis a la misma muerte?
He de escribir -antes de que los de siempre tartamudeen sandeces de sandios en sus “Cogersas” digitales (o comentarios en web, incluso en periódicos como éste)- que del párrafo último, el de la tercera significación, plantea cuestiones muy serías, dignas de mayor respeto y centrales antropológicamente, tal como el suicidio, la depresión, la eutanasia y hasta la mística. De la depresión, que es un ensimismamiento, un girar sobre sí, siempre por exceso de discernimiento sobre si, como un derviche o jenízaro turco, y que sólo se cura pensando en los demás, sólo un poco, escribiremos alguna vez.
Como otras veces y en otras cuestiones de mucho interés, fue en el libro de El Quijotede la Mancha donde tuvo lugar el descubrimiento: más en concreto, resultó en la lectura del esencial y escasamente leído Capítulo LXXIIII de la Segunda Parte (el último –que si pocos leyeron el libro, menos lo terminan con el último-).
En el lecho de muerte, Alonso Quijano, ya cuerdo (luego no don Quijote ya) dice a Sancho, presente en la habitación mortuoria y tres días antes de su muerte: “Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros antes en el mundo”.
Y Sancho Panza le responde llorando: “¡Ay, Ay, Ay! No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más…”.
En ese dialogo de ficción, en las palabras de Alonso Quijano, a pocas líneas del final de la novela o de la gran mentira- la literatura en forma de prosa o verso es siempre una gran mentira- es como si el autor, don Miguel, tratase de des-construir su artificio de letras, cual castillo de naipes que se viene abajo: resulta que el Caballero cuando estaba loco tenía un escudero -relación desigual la de señor y la de criado-, y ahora que el Caballero está cuerdo, incorpora al criado como un amigo más –relación igualitaria la de los amigos-. El colmo no es eso sino lo otro: pide perdón el señor al criado por haberle hecho parecer también loco, quedando dañada su imagen y honor. Al principio del Capítulo II de la Segunda Parte, se escribe que el grandísimo loco (don Quijote) hizo a Sancho un mentecato.
Y en ese diálogo de ficción, en las palabras de Sancho Panza, considerado por la interpretación “traditoria” o traicionera como lo grosero, aldeano, cutre, zafio y materialista de la novela o mentira, dice, precisamente, lo más sutil, delicado e importante del libro: la mayor locura es dejarse o querer morir. ¡Menuda lección que da el “torpe” al “listo”!
Pero, vamos a ver: ¿De qué murió Alonso Quijano, antes don Quijote? La cosa es interesante.
Al principio del capítulo LXXIIII, se nos dice por palabra del médico, que “melancolías y desabrimientos le acababan”. El fracaso de Alonso Quijano no pudo ser más total: todo le salió mal y ante eso -es natural- querer morirse, y tan extraviado por tanto fracaso que llegó a decir a gritos: ¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! Lo que faltaba…para rematar.
El estado de postración de Alonso Quijano, su dolor, pena y melancolía (o depresión) fue total. No obstante, Sancho, desde su superioridad a la del hidalgo, loco y cuerdo, dice que no, que no, que la mayor locura es querer morir. Qué manera más elegante de llamar locos a los que quieren morirse –luego querer morirse no es de progresistas de izquierdas, sino de locos. Acaso por ello, habiendo autorizado cientos de testamentos, en momentos previos al de la inevitable muerte, no afectadas sustancialmente las facultades intelectuales, a muy pocos, a escasos, vi desear la muerte. Y plantear la muerte en tales trances, sería como dijera Sancho, de mayor locura.
Otra mentira gruesa, mórbida, surge en la novela del moro Cide Hamete Benengeli: lo de que la muerte próxima cura locuras. Esto se arrastra del concepto católico del pecado, del concepto de oveja descarriada y de una misericordia divina, que consiguen, por una cierta estética, en hacer creer que al malo, muy malo, terminará bueno, muy bueno. Justo es lo contrario lo que ocurre: quien fue loco en vida, más loco es la hora de morir: la próxima muerte jamás vuelve cuerdos a los locos. La hipótesis contraria es también una suposición de esos nuevos suministradores de fármacos en grandes cantidades, por eso nuevos farmacéuticos: los psiquiatras.
Giovani Papini, otro católico loco, loco por Cristo, estuvo muy de moda hace muchos años en la España en aquel tiempo católica; hoy es un total desconocido. Retrató a Cervantes y a don Quijote, aunque de ellos entendió poco –de lo aquí escrito, del diálogo entre Quijote y Sancho, nada, nada de nada-, como tantos, incluso peritos cervantistas.
Y a Papini, entre los mesoneros, arrieros y vagabundos con olor a ajo (cita inicial), se le olvidó incluir a los grandes teólogos del momento, de ahora mismo, que son los mal llamados “teólogos de cocinas” o cocineros, muy en boga y que se suicidan a montones por estrés ante el figón. Tiempos paradójicos estos presentes, que, por un lado, son de gastro-latría y, por otro, son de mucho cáncer por comer venenos y cosas peores, envueltas en atractivos paquetitos de colores.
(Después de escrito y para los lectores de “Las mil caras de mi ciudad”, comunico que según noticias, después de haber dado con tanto hueso en las investigaciones, las próximas serán de mucho chorizo y carnes. Y luego sobre la levadura de los panes…).
(Fotos cedidas por autor)