Con todo apoyo y amor a las asociaciones y plataformas en defensa del ferrocarril de Asturias.
Máquina verde: "De la serie 7.700 |
Es normal que los lectores/as sensibles a la Gramática y que no sufran disturbios con lo del género, queden perplejos ante un título como “El Costa Verde”, en el que un masculino artículo/adjunto (el) determina lo tan femenino como es la costa. Sabemos que la Gramática es sexista: quiere que lo masculino concuerde con masculino y lo femenino con femenino: de mezclas, batiburrillos o cabalgaduras de unos con otras, nada de nada. Don Víctor de la Concha, capitoste de la Real (Academia), nada pudo hacer para remediar tal problema, y eso que en don Victor concurren cualidades muy destacables a estos efectos o de sexo: es sabihondo de Santa Teresa, la de amores locos, y fue cura.
“El Costa Verde” puede ser un snipe o balandro, que los de posibles estacionan en el puerto de Luanco o de Tapia de Casariego; también puede ser un yacht en el que los pisa-higos, lechuguinos y de imposibles, se pasean por la marina de Panama City o por las aguas del Támesis cerca de London, el de la City paradisíaca.
Un vagón azul alemán |
“El Costa Verde” puede ser un crucero muy fino como “El Costa Diadema o “El Costa Fascinosa”, que partiendo de Gijón llega a la orilla asturiana de Unquera, ruta oceánica con ida y vuelta, y con todos los lujos posibles (o sea, con spá, spáaa).Y una vuelta después de la ida para saborear las inodoras e insípidas “corbatas”, que es invento santanderino o “montañés”: todo, todo, lo de allí, es como su Presidente, el Revilla, que no es una galleta.
En verdad, “El Costa Verde” fue un tren que, cuando circulaba, nadie lo llamaba así: era el exprés o expreso, que salía de Gijón sobre las 21,45, paraba en Oviedo sobre las 22,40, con rumbo a Madrid, que era entonces como el “Rumbo a la Gloria” (lo del Teatro Principado de la Voz del Principado y de Menchu Álvarez del Valle y Manilo Aguadé, los domingos a las 12 horas, espectáculo a base de coros y danzas, muy de aquí (como de la abuela), y de tonadilleras con fajas elásticas y ajustadas “a nivel” del pompis (en Oviedo hubo hasta una tienda de fajas de sujetar abajo, femeninas, con apellido americano).
De Rumbo a la Gloría: ¿Quien es ella? |
Salía el trenazo de Gijón, que era como la Estación de Roma o stazione Termini, aunque la gijonesa mirase a la calle Marqués de San Esteban, siempre oscura y de muchos gatos y gatas. De aquella Estación se destacaba la “cantina” (más que chigre), y cuyo cantinero tenía las piernas combadas como combas. En lo de la “cantina” había diferencia entre la Estación de Gijón y la de Oviedo, pues en Oviedo no había “cantina” sino cafetería, lo cual era de de ciencia, teniendo en cuenta que los de Gijón, por aquello de la clase, llaman “cantina” a las cafeterías, y los de Oviedo, también por la clase, llaman cafeterías a las cantinas o chigres.
Otra diferencia entre estaciones era lo del estanco, que el de Gijón estaba fuera, enfrente, como a treinta metros de la Estación; era el estanco un tugurio oscuro o trastero, en el que la estanquera colorada estaba sentada en una mesa camilla, aspirando los vahos de eucaliptos que salían de una pota roja, humeante, que estaba a sus pies, junto al brasero. El estanco de la Estación de Oviedo, por el contrario, estaba en el hall, que olía a café colombiano y no a serrín, al fondo a la derecha entrando, al que daba la espalda Domingo, el del quisco de la prensa, que estaba al otro lado, en el andén.
En ese estanco ocurría con habitualidad un acto político: en el reverso de los sellos –sellos de peseta- que allí se vendían, al otro lado de la cara gorda y caudillesca, para activar el pegamento e incrustarlos en las cartas, los del Régimen pasaban con cariño la húmeda lengua de acariciar y los contrarios del Régimen escupían –de auto-adhesivos nada-. La estanquera de Oviedo no tenía, por los vahos, la cara colorada como la de Gijón, sino azulada por los vahídos, más elegantes, ovetenses y románticos que los vahos. Por cierto que la estanquera de León ni era de vahos ni de vahídos, sino de Vados, natural de Toral de los Vados, cerca de Ponferrada.
Un pantógrafo de locomotora eléctrica |
Para coger el tren el nerviosismo se producía no en Gijón, sino en Oviedo, por ser de tránsito. Asomando la cabeza por la vía, mirando a la derecha, era de ver la potente luz de la locomotora saliendo de la lejana curva de la Corredoria. Y todo se precipitaba, especialmente por aquéllos, precipitados, que, con miedo a perder el tren, habían llegado dos horas antes a la Estación; un miedo justificado, pues algunos hasta lo perdían, lo cual era demostración de esa falsedad, tan de inútiles, de que un “hombre prevenido vale por dos”. Y lo del Jefe de Estación tocando la campana al grito de ¡“Señores viajeros…al tren! siempre fue innecesario, pues no hay mogollón más compacto y de nervios que el de los viajeros tratando de subir al tren –jamás se precisó incitación-.
Por la vía 1 del andén 1 pasaba el convoy, “El Costa Verde”, ya a marcha muy lenta; y era tan largo que cuando la máquina paraba lo hacía casi en La Argañosa, mientras que el furgón de cola (o de facturación) parecía que seguía en Lugones. El largo convoy lo componían la máquina, las unidades o coches de 1ª o de 2ª clase, la unidad o coche de la Brigada de Correos, pintado de amarillo pajarón, incluida la corneta tan de Correos y Telégrafos y de banda de música (¡qué banda!) Seguían las dos unidades de los lujosos coches-camas, cada uno llevando al frente un “conductor” vestido de marrón hasta el gorro; a estas unidades de coches-camas -esto no lo sabían entonces los de Oviedo- los ingleses en la londinense Victoria Station, que marchaban a Constantinopla, llamaban los sleeping cars. Y todo terminaba con el furgón de equipajes y de facturación, de maletas y de facturas, que, por ser de cola, llevaba fuera el furgón una luz roja parpadeante, muy roja.
Vagones de la Brigada de Correos |
Y vayamos por las unidades, que siempre me pareció una palabra muy de RENFE e interesante. Llamar unidad a un vagón del convoy manifiesta una preocupación aritmética muy de la Red ferroviaria española digna de alabanza; la pena es que después se haya olvidado de la aritmética llegando el mamoneo a ser trigonométrico y geométrico.
La primera unidad era la máquina verde, de la serie inglesa 7.700, que tenía dos pantógrafos, que tiesos y muy machos, hacían centellas al rozar la catenaria. Aquellas 7.700 fueron la madre que las parió; igual por delante que por detrás, como casi todas las máquinas de RENFE, incluso en los detalles y acabados, cosa nada frecuente. Desde el andén, abajo, apenas se veían, arriba, la cabecita del maquinista y el cabezón del ayudante, que era un soldado “de Ferrocarriles” y de mucho enchufe, con gorro azul y distintivo como un broche de color oro, estando dibujada una máquina de vapor con “tender” carbonero.
Mucho pensé en aquellos maquinistas o pilotos, imaginándolos rodeados de muchos aparatos o artilugios para correr y frenar, con luces rojas y de parpadeos verdes (nunca me gustó el visible cordel de las 7.7OO que, tirando hacia abajo, salían los pitidos de la locomotora (era un detalle de tranvía). Hasta el 15 de noviembre de 2015 pensaba que los maquinistas de tren era algo así como “un batería” de un conjunto musical lleno de cachivaches para hacer ruidos: a la derecha las maracas de Machín, al centro los platillos, a la izquierda el bombo y a los pies los pedaleos (lo de los pedales siempre me interesó mucho, hasta tal punto que a los pianos miro los pedales y no las teclas, y a los pianistas miro los movimientos de pies y no de manos).
Después del 15 de noviembre de 2015 caí en la cuenta que ser maquinista de RENFE es un trabajo de solitarios, singles o desparejados; es un estar solo horas y horas ante un semáforo rojo, esperando que se ponga verde. Tanta soledad es preocupante y puede dar en vicio -el vicio de los solitarios que en la Biblia fue el pecado de Onán-. ¿Estará previsto por el Instituto Nacional de Previsión Total? Doy fe de que los maquinistas que conozco son profesionales excelentes y en plena forma psíquica, que es la importante.
La locomotora tenía en su mitad una puerta muy estrecha por la que apenas cabían los maquinistas flacos con sus enormes carteras de cuero negro. Y mucho más estrecho era el pasadizo para llegar a la cabina de pilotaje, la de delante y la de detrás: un pasadizo que los más gordos pasaban con mucha dificultad y caminando de canto, pues las abultadas barrigas chocaban con los aparatos de propulsión de la máquina y los ventiladores allí instalados. Y el limpia-parabrisas de la locomotora verde no estaba a la altura: parecía de juguete.
(Se advierte al abejado lector que, para entender lo del antes y después del 15 de noviembre de 2015, deberá leer el artículo “El deseo”, publicado en este periódico el domingo 22 de noviembre último).
El vagón, unidad o coche de Correos, llevaba una brigada postal en su interior, que se pasaba la tal brigada durante el viaje jugando a las cartas, y siendo los brigadistas unos señores con bigote y tirantes. Nada que ver con la alegría amarilla del vagón y la corneta. Y es que en aquel tiempo, para llegar a ser funcionario de Correos y Telégrafos, había que tener mucho enchufe, casi tanto como para hacer la “mili” en Ferrocarriles.
Por las calles Uría y Fruela, que siempre fueron de muchas pensiones –ahora son de muchos pensionistas- iban los maleteros, con blusones azules y gorra negra, en dirección a la Estación del Norte…
(Continuará) FOTOS DEL AUTOR