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"EL LIBRO DE UN TORERO", artículo de ÁNGEL AZNÁREZ RUBIO ("La Nueva España, 8/9/2014)

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Estoy jodido, completamente jodido, y perdona lo impuro de este participio pasivo en gracia a su poder gráfico.
Oviedo está sumido en una apacibilidad de sepulcro que es una delicia. Aquí no pasa nada.
            Don Ramón Pérez de Ayala (en 1905).


Don Ramón Pérez de Ayala, don Sebastián Miranda y don Julián Cañedo Longoria fueron ovetenses, muy amigos y estudiosos de Leyes, aquí, en la Universidad del inquisidor Valdés. Los tres fueron dandis, unos arbiter elegantiarum, del estilo de un Wilde o de un Beaudelaire, con mucho señorío, bastante de bohemia y golfería, sólo la necesaria. Don Ramón, don Sebastián y don Julián no fueron pisaverdes ni  lechuguinos ni gilis ni lilas ni lindos ni tarugos ni neo-nobles, con amores arrebatados por la Tauromaquia torera, la de la danza y el movimiento entre los “cuernazos” de la acémila; ese es el peligro del torerismo.
Y eso nada tiene que ver con la otra Tauromaquia (también con mayúscula), la de permanecer quieto, ser estatua, no hacer nada ni siquiera moverse, y de esa imperturbable manera, como don Tancredo López, albañil, aguantar las  tarascadas de la bestia cornúpeta; ese es el peligro del tancredismo. Torerismo y tancredismo, que trascienden lo taurino y con importantes significaciones. Pudiera ser que el quid de la vida –uno de ellos, importante- esté en saber cuándo hay que ser torero, cuándo Tancredo, y cuándo, acaso, ser los dos a la vez. Muchas veces me pregunto qué soy, si torero o tancredo; y usted, lector mío, ¿se lo preguntó alguna vez? ¡Quién será preferible, un político torero o un político tancredo?
Don Ramón, don Sebastián y don Julián, payos, paillos o busnés,fueron embrujados por la buenaventura y el fario de los “calós”, los gitanos y la gitanería. Su torerismo, más que el clásico, fue el de los gitanos como Cagancho, “El Gallo”, “Gitanillo” y el “Pasmo de Triana” (Belmonte) –este último no fue gitano, aunque estuvo muy cerca de serlo-. Don Ramón Pérez de Ayala llegó a escribir dos pequeños ensayos: “Los Gitanos” y “Prácticas de los gitanos”, en los que recuerda que, para la Inquisición española, los gitanos eran “gente barata y despreciable”  (éste, don Ramón, siempre fue anticlerical y republicano).
Don Sebastián Miranda fue siempre un lambión y, entre dulce y dolcefar niente, esculpió gitanas, sólo gitanas. Y don Julián, que fue aristócrata de cepa, más o menos pura, llevó el arte a su vida, casándose con una sultana, una cuchichi gitana, una ninfa de lindas trenzas, cual diosa de Homero ¡Cuál poeta o teólogo, loco y sandío, escribió que las ninfas, como los angelitos, sólo son rubias! Don Julián hasta escribió un libro taurino, que es un tomo con lomos de azul intenso, placenteros y “gozosos” al tocamiento, estando los bordes de las hojas bañados en oro, todo lo cual recuerda a los misales de antes, los mismos que mi amigo don Jesús Peláez, caballero cervantino como del siglo XVI e ilustrado jovellanista como del siglo XVIII, compra en el Rastro dominical a precio barato. Mi amigo es coleccionista de misales y yo de dramas litúrgicos del siglo XVII.
El libro de un dandi tiene que ser original y no convencional, y ello de cabo a rabo, rabo de toro o de cochino. Sólo un dandi puede titular su libro así: ”… De toros”, que es de ingeniosidad gramatical, pues colocar los puntos suspensivos delante y no detrás, no sabiendo lo que suspenden, es la pera y la repera juntas. También sólo un dandi puede comenzar el libro así: “Voy a permitirme una divagación sobre motivos taurinos”, y ello porque los dandis sólo pueden vagar, han de ser vagos, vagarosos, vagabundos y vaporosos, vagando siempre por fuera (extravagantes). El afán por lo concreto, por el grano y el meollo, es cosa de snobs y de trincones; por eso don Julián divaga y divaga, desde el principio al fin, en asunto tan serio como es el taurino, que es de vida y muerte.  
El “delantal” del libro –tal como llamó don Francisco de Quevedo a los prólogos o prologuillos- lo puso don Valentín Andrés Álvarez, economista, astrónomo y poeta, que resume muy bien: “Este libro de Julián Cañedo es una larga lamentación, una elegía a la fiesta en trance de desaparecer, en su autenticidad al menos…”. Y don Julián, en un arranque de barbaridad, bruto y alborotado, desabrochándose, se lamenta a gritos: “ Entregamos la fiesta a la menopáusica sensibilidad de unas cuantas forzosas vírgenes de pelo panocha, que militan en la sociedad protectora de animales” (página 105). 
¡Hombre, señor conde don Julián, pasose de extravagancia, enloqueció! Las venerandas de las “Peñas Taurinas” de Gijón no se lo perdonarán por lo importante que es lo femenino en el toreo, en el de plaza o el de salón. Que, en la lucha entre el toro y el torero, resulta que el toro es el macho y el torero la hembra, la que lancea con capotes, hace quites y faenas, menea la franela o gamuza, gusta de los cascabeles, precisa de mozo de espadas, de peones y subalternos, lleva moño y los únicos “machos”, oficialmente reconocidos al torero, son unos cordones de atar, rematados en borlas, que cuelgan de la parte baja de la taleguilla. Y el pobre toro es al que engañan, todo es un engaño, y ello nada más que ve la luz, al salir de la tenebrosidad de los chiqueros.
No es casual que los nombres de los toros sean muy machos y el de los toreros, muchas veces, ambiguos: “Lagartijo”, “Gallito”, “El Salchicha”,”Talle de avispa” y muchos “Conejitos”, incluso hubo hasta un “Conejito Chico”, que toreó en Oviedo, y se llamó Rafael de Dios. Que un banderillero se apodara “El Pito”, fue algo excepcional.
Y en el libro de don Julián hay poesía, mucha poesía. Es poético lo del león y el tigre, que son “flechas vigilantes que disparan el dardo de sus poderosas garras y mandíbulas sobre la desprevenida víctima”; y lo de la araña es sublime:”Arquitecto sutil, atento y terrible, que se aureola de perfidia para devorar a su víctima…” (de arácnidos debía saber mucho don Julián Cañedo, pues el palacio del Marqués de la Rodriga, el de la calle Campomanes, estaba lleno de ellos, así como de gallos y de fantasmas). Frente a esas fieras, el toro resulta “que es fiero, pero que no es una fiera, y que hace el son al que el lidiador se ha de doblegar”.
A partir del capítulo IV, el escritor torista sigue divagando acerca de las tres partes o tercios de la lidia, las llamadas suertes: la de varas, la de banderillas y la muerte o la “suprema”. Y por lo de las suertes, recuerdo ahora a otro que también colocó al mundo en su montera, el gran escrito José Bergamín, autor de “Mangas y capirotes”, que escribió: “El arte de birlibirloque de torear, como todo arte verdadero, tiene su verdad y su mentira, su trampa. Las verdades del arte de torear se llaman suertes y en toda suerte hay la burla  verdadera de un peligro”. Don José, castellano barroco y más español que Góngora y Calderón, llevó su extravagancia hasta la sepultura, pues fue enterrado en Fuenterrabía una mañana de septiembre de 1983, arropado su féretro en la ikurriña y acompañado de independentistas vascos (su fallecimiento ocurrió dos años y siete meses después, en fecha trascendente, de haber cenado con él en casa del escritor don Marcial Suárez.
Mis hermanos adoptivos de Gijón, por eso más queridos, me recuerdan, reiterativos, los nombres de ilustres toreros gijoneses. Les repito que me da igual; que si el ovetense don Julián sólo hubiese sido torero, ni caso le hubiese hecho, ya que de toros, de toros, apenas escribo.    
FOTOS DEL AUTOR




























































































                                               EL LIBRO DE UN TORERO


Estoy jodido, completamente jodido, y perdona lo impuro de este participio pasivo en gracia a su poder gráfico.
Oviedo está sumido en una apacibilidad de sepulcro que es una delicia. Aquí no pasa nada.
            Don Ramón Pérez de Ayala (en 1905).


Don Ramón Pérez de Ayala, don Sebastián Miranda y don Julián Cañedo Longoria fueron ovetenses, muy amigos y estudiosos de Leyes, aquí, en la Universidad del inquisidor Valdés. Los tres fueron dandis, unos arbiter elegantiarum, del estilo de un Wilde o de un Beaudelaire, con mucho señorío, bastante de bohemia y golfería, sólo la necesaria. Don Ramón, don Sebastián y don Julián no fueron pisaverdes ni  lechuguinos ni gilis ni lilas ni lindos ni tarugos ni neo-nobles, con amores arrebatados por la Tauromaquia torera, la de la danza y el movimiento entre los “cuernazos” de la acémila; ese es el peligro del torerismo.
Y eso nada tiene que ver con la otra Tauromaquia (también con mayúscula), la de permanecer quieto, ser estatua, no hacer nada ni siquiera moverse, y de esa imperturbable manera, como don Tancredo López, albañil, aguantar las  tarascadas de la bestia cornúpeta; ese es el peligro del tancredismo. Torerismo y tancredismo, que trascienden lo taurino y con importantes significaciones. Pudiera ser que el quid de la vida –uno de ellos, importante- esté en saber cuándo hay que ser torero, cuándo Tancredo, y cuándo, acaso, ser los dos a la vez. Muchas veces me pregunto qué soy, si torero o tancredo; y usted, lector mío, ¿se lo preguntó alguna vez? ¡Quién será preferible, un político torero o un político tancredo?
Don Ramón, don Sebastián y don Julián, payos, paillos o busnés,fueron embrujados por la buenaventura y el fario de los “calós”, los gitanos y la gitanería. Su torerismo, más que el clásico, fue el de los gitanos como Cagancho, “El Gallo”, “Gitanillo” y el “Pasmo de Triana” (Belmonte) –este último no fue gitano, aunque estuvo muy cerca de serlo-. Don Ramón Pérez de Ayala llegó a escribir dos pequeños ensayos: “Los Gitanos” y “Prácticas de los gitanos”, en los que recuerda que, para la Inquisición española, los gitanos eran “gente barata y despreciable”  (éste, don Ramón, siempre fue anticlerical y republicano).
Don Sebastián Miranda fue siempre un lambión y, entre dulce y dolcefar niente, esculpió gitanas, sólo gitanas. Y don Julián, que fue aristócrata de cepa, más o menos pura, llevó el arte a su vida, casándose con una sultana, una cuchichi gitana, una ninfa de lindas trenzas, cual diosa de Homero ¡Cuál poeta o teólogo, loco y sandío, escribió que las ninfas, como los angelitos, sólo son rubias! Don Julián hasta escribió un libro taurino, que es un tomo con lomos de azul intenso, placenteros y “gozosos” al tocamiento, estando los bordes de las hojas bañados en oro, todo lo cual recuerda a los misales de antes, los mismos que mi amigo don Jesús Peláez, caballero cervantino como del siglo XVI e ilustrado jovellanista como del siglo XVIII, compra en el Rastro dominical a precio barato. Mi amigo es coleccionista de misales y yo de dramas litúrgicos del siglo XVII.
El libro de un dandi tiene que ser original y no convencional, y ello de cabo a rabo, rabo de toro o de cochino. Sólo un dandi puede titular su libro así: ”… De toros”, que es de ingeniosidad gramatical, pues colocar los puntos suspensivos delante y no detrás, no sabiendo lo que suspenden, es la pera y la repera juntas. También sólo un dandi puede comenzar el libro así: “Voy a permitirme una divagación sobre motivos taurinos”, y ello porque los dandis sólo pueden vagar, han de ser vagos, vagarosos, vagabundos y vaporosos, vagando siempre por fuera (extravagantes). El afán por lo concreto, por el grano y el meollo, es cosa de snobs y de trincones; por eso don Julián divaga y divaga, desde el principio al fin, en asunto tan serio como es el taurino, que es de vida y muerte.  
El “delantal” del libro –tal como llamó don Francisco de Quevedo a los prólogos o prologuillos- lo puso don Valentín Andrés Álvarez, economista, astrónomo y poeta, que resume muy bien: “Este libro de Julián Cañedo es una larga lamentación, una elegía a la fiesta en trance de desaparecer, en su autenticidad al menos…”. Y don Julián, en un arranque de barbaridad, bruto y alborotado, desabrochándose, se lamenta a gritos: “ Entregamos la fiesta a la menopáusica sensibilidad de unas cuantas forzosas vírgenes de pelo panocha, que militan en la sociedad protectora de animales” (página 105). 
¡Hombre, señor conde don Julián, pasose de extravagancia, enloqueció! Las venerandas de las “Peñas Taurinas” de Gijón no se lo perdonarán por lo importante que es lo femenino en el toreo, en el de plaza o el de salón. Que, en la lucha entre el toro y el torero, resulta que el toro es el macho y el torero la hembra, la que lancea con capotes, hace quites y faenas, menea la franela o gamuza, gusta de los cascabeles, precisa de mozo de espadas, de peones y subalternos, lleva moño y los únicos “machos”, oficialmente reconocidos al torero, son unos cordones de atar, rematados en borlas, que cuelgan de la parte baja de la taleguilla. Y el pobre toro es al que engañan, todo es un engaño, y ello nada más que ve la luz, al salir de la tenebrosidad de los chiqueros.
No es casual que los nombres de los toros sean muy machos y el de los toreros, muchas veces, ambiguos: “Lagartijo”, “Gallito”, “El Salchicha”,”Talle de avispa” y muchos “Conejitos”, incluso hubo hasta un “Conejito Chico”, que toreó en Oviedo, y se llamó Rafael de Dios. Que un banderillero se apodara “El Pito”, fue algo excepcional.
Y en el libro de don Julián hay poesía, mucha poesía. Es poético lo del león y el tigre, que son “flechas vigilantes que disparan el dardo de sus poderosas garras y mandíbulas sobre la desprevenida víctima”; y lo de la araña es sublime:”Arquitecto sutil, atento y terrible, que se aureola de perfidia para devorar a su víctima…” (de arácnidos debía saber mucho don Julián Cañedo, pues el palacio del Marqués de la Rodriga, el de la calle Campomanes, estaba lleno de ellos, así como de gallos y de fantasmas). Frente a esas fieras, el toro resulta “que es fiero, pero que no es una fiera, y que hace el son al que el lidiador se ha de doblegar”.
A partir del capítulo IV, el escritor torista sigue divagando acerca de las tres partes o tercios de la lidia, las llamadas suertes: la de varas, la de banderillas y la muerte o la “suprema”. Y por lo de las suertes, recuerdo ahora a otro que también colocó al mundo en su montera, el gran escrito José Bergamín, autor de “Mangas y capirotes”, que escribió: “El arte de birlibirloque de torear, como todo arte verdadero, tiene su verdad y su mentira, su trampa. Las verdades del arte de torear se llaman suertes y en toda suerte hay la burla  verdadera de un peligro”. Don José, castellano barroco y más español que Góngora y Calderón, llevó su extravagancia hasta la sepultura, pues fue enterrado en Fuenterrabía una mañana de septiembre de 1983, arropado su féretro en la ikurriña y acompañado de independentistas vascos (su fallecimiento ocurrió dos años y siete meses después, en fecha trascendente, de haber cenado con él en casa del escritor don Marcial Suárez.
Mis hermanos adoptivos de Gijón, por eso más queridos, me recuerdan, reiterativos, los nombres de ilustres toreros gijoneses. Les repito que me da igual; que si el ovetense don Julián sólo hubiese sido torero, ni caso le hubiese hecho, ya que de toros, de toros, apenas escribo.    























































































































   


   


              

















   


   



             

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