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"VIAJE CON UN POETA Y UN HISTORIADOR (del DERECHO)" por el magistrado ÁNGEL AZNÁREZ RUBIO (publicado en el diario "La Nueva España, 28/7/14)

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                                   ¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,
                                   espuma de la montaña
                                   ante la azul lejanía,
                                   sol del día, claro día!
                                   ¡Hermosa tierra de España!
                                               A. Machado


Acabo de regresar de Soria y de sus campos, y en cada “estar” allí –frecuente-, sufro de una emoción distinta. La de esta vez fue, habiendo pernoctado en el Parador de Turismo de la capital, cercano al cementerio, el recuerdo a mi compañero en el Notariado (y amigo), allí enterrado, Juan Francisco Delgado de Miguel, que murió, no ha demasiado, mientras rezaba ¡cómo no! en el interior de una catedral alemana.
Ese trajín mío soriano, de ir, estar, venir, volver, una y otra vez, es consecuencia, de lo que “viví” la primera vez que allí estuve –lo que hoy, con palabra bárbara, se llama “impacto”. Aquélla, la primera visita a Soria, junto a una docena de “escogidos” alumnos de Derecho, casi chavales, tuvo dos personajes principales.
Un personaje real (de carnes gordas), pacífico y colérico, aristócrata y villano (natural de Villaviciosa), que, siendo oficialmente profesor de Historia del Derecho, lo que explicaba, en realidad, eran historias pintorescas. Este personaje se llamó Ignacio de la Concha. Y el otro personaje ideal (las carnes se la comieron en la tumba los bichos) y muy contradictorio -siendo andaluz, fue el “Poeta de Los Campos de Castilla”, y siendo primoroso en las letras españolas, enseñó las letras francesas. Este personaje se llamó Antonio Machado.  Ambos personajes fueron raros, rarísimos.
Primera extravagancia del viaje a Soria, pues la panera estaba en Carrión de los Condes (Palencia), en la finca del Marqués de la Valdavia. Los que aparecen en primera línea, de izquierda a derecha son: Adolfo A. Busto, Emilio García Pumarino, Angel Aznárez, Rafael Juesas,  Santos Coronas, Carlos Prieto, Paulino Folgueras (el del sombrero) y Alfredo

Aquel primer viaje fue en un “bus” mini, casi furgoneta o camioneta, cuya única potencia estaba en el tubo de escape, que era como el de una locomotora a vapor, pero no delante y arriba, sino atrás y abajo. El chofer, de Sama de Langreo, hacía caer por la frente una onda pelo al modo de Elvis Presley. Y el objetivo de aquel primer viaje “escolar” era ver, con promiscuidad de vicio, el nacimiento del “Padre Duero”, allá en los altos picos de la Sierra de Urbión. Antes de esa escalada, estacionamos primero en Soria capital y visitamos el cementerio, de mucho cemento, en el que reposan los restos de la “mujer-niña” de don Antonio Machado –se casó ella a los quince años-, y de la que se enamoró como se enamoran los locos, de manera atrabiliaria y extravagante. ¡Pobrecita Leonor!
Los cementerios solían ser visita obligada en los llamados “itinerarios históricos” o viajes organizados por don Ignacio. La visita al nicho, por ejemplo, en el cementerio de Salamanca, de don Miguel Unamuno, era de rigor y obligado en cualquier viaje, viniera o no a cuento. ¡Ay, qué pequeños eran antes los cementerios y que grandes son ahora! Y es que soy incapaz de quitarme de la cabeza lo del nicho de don Miguel: ¿Cómo puede ser que Unamuno, que sabía de todo, incluso que el cristianismo es genial, esté y siga estando en un nicho del montón y de serie, horizontal en un vertical, anodino, ladrillero fúnebre, no en sepulcro, mas o menos blanqueado, o en sepultura con recordatorio como de Primera Comunión? Si algún lector/lectora, que todo lo sabe, me lo explicase, sepa que me habrá quitado un peso de encima.
Después de desayunar panes de hogaza y uvas de tempranillo (finales de septiembre), y visitar a San Saturio en su ermita, el “mini-bus-camioneta” nos subió a Covaleda, donde visitamos la iglesia gótica de los santos Quirico y Julita, que así se llama de verdad y no es broma -a mí lo de Quirico y Julita, nombres él de gallo y ella de modista, me gustó mucho, mucho-. Y en Covaleda compramos panes y chorizo (¡qué chorizo!), que eso fue lo que comimos, más arriba, casi en el cielo, en los campos “machadianos” de los Alvargonzález y al borde de la Laguna Negra.

Tocamos hayas, álamos, encinas y pinos, éstos que por ser muy verdes parecían azules; subimos a vericuetos, veredas y  colinas, unas calvas y otras con cuatro pelos. Vimos nubes rojas que hacían dibujos en el cielo sin compás ni cartulina. Y todo en la tierra sobre la que exclamó el poeta: “¡Oh tierras de Alvargonzález, en el corazón de España, tierras pobres, tierras tristes, tan tristes que tienen alma!”.
D. Ignacio, repartiendo pan y chorizo, custodiado por dos "ángeles custodios"; uno a la derecha ( Fernando Segura M) y otro a la izquierda (Adolo A. Busto).
            Allí, don Ignacio sacó el libro y leyó en alta voz, del poema “Campos de Castilla” de don Antonio, el capítulo de “Tierra de Alvargonzález”. La lectura fue acongojante y acojonante, pues, por la forma y modales, don Ignacio parecía un Don Quijote, en trance de sublime caballería. La chavalería, rodeando al maestro, estaba expectante y temerosa, pues al mínimo ruido de risa, se podía desencadenar la de dios por cachondeo ante tanta gravedad. El contenido del romance no podía ser, en primer lugar, más trágico, como de Freud: un padre que sueña; dos hijos-Caín (unos malvados) que matan al padre; un tercer hijo, pródigo, que llegó para morir; unas esposas (de los malvados) “fuinas” y “malonas”; y una madre santa. Y todo ello, en segundo lugar, por causa de la codicia por repartirse tierras, como si de una herencia se tratase. Esto último, en aquel entonces no lo entendí; ahora, sí y muy bien, después de derrochar fe en herencias y particiones, viendo peleas entre gentes vulgares.
Llegó la hora de comer, de comer el chorizo soriano con mucho pan, ¡Qué color lo del embutido, qué olor, qué sabor, qué picor, qué migas rojas las del pan crujiente! Los alumnos, cual pajes de Su Majestad, pusimos al maestro el mantel (restos de periódico) sobre una piedra a modo de mesa, y comió él rodeado de Fernando Segura Morís y de Adolfo Álvarez Busto (buen Letrado amigo), que ahí aparecen en la foto, a derecha e izquierda, como dos ángeles custodios. Y, mientras comíamos, las codornices, mirando, dejaban de poner huevos y crotoraban como con amor, y las moscas, voraces y pertinaces, nos picaban allí donde podían, rascando la cabeza con sus patas ortopédicas.
El autor (Ángel Aznárez) en aquel tiempo
Ante el misterio de la Laguna Negra, nuestro afán romántico iba a más, pretendiendo encontrar con los ojos, bajo las aguas, los cuerpos del padre y del hermano, Alvargonzález, allí arrojados por los dos malvados. Nadie los vió, ni siquiera Juan Jesús González -que no estudiaba Derecho- y del que se decía que era inteligentísimo, acaso por eso tan negativo.
Aquellos pinares, verdes y azules, olían a fragancias y ambrosías, como olían los pinares entre Salinas y San Juan de Nieva, antes de que el progreso –llamando tal a industrias asquerosas, pestíferas y malolientes- los matase por envenenamiento. Los pinares de Urbión sacaban sus raíces muy cerca del paritorio continuo del Duero, que brotaban del suelo desquiciadas, haciendo figuras de esculturas imposibles, no del arte contemporáneo, sino del arte del más allá.
Don Antonio, después de enterrar a su Leonor, aburrido y triste en Soria como son los domingos de Soria, cogió el tren-correo y escapó a Úbeda; allí se acompañó de su segunda, Guiomar, y cambió los pinos por los olivares, que lucen olivas verdes de pendientes. Y allí fuimos, naturalmente, tras don Antonio Machado en otro viaje, pasando por Córdoba, la del orinal, así llamada (por nosotros) a consecuencia de un episodio dantesco causado por un orinal.
Dicen mi estimados lectores/ lectoras que soy escribiendo (escribiendo se aclara) largo y tendido. Esta vez, por eso, quiero ser corto y distendido. Añadiré únicamente que, después de bajar de la cuna del “Padre Duero”, los viajeros, dirigidos por el buen pastor (don Ignacio), hicimos un zigzag. Primero, por el “zig”, fuimos a una Villa, donde unas señoritas, solteras y repolludas, amigas de De la Concha, nos tenían preparadas unas “yemitas” dulces, las “yemitas” de Almazán. Después, por el “zag”,  fuimos a la falda de Moncayo, para ver, en Agreda, el cuerpo incorrupto (?) de Sor María de Jesús, con hábito azul de La Inmaculada, muy loca, una loca monja, que se carteaba con el Rey Felipe IV, también loco –con locura de un Austria y no con locura de un Borbón.

Lo de las “yemitas y lo de la monja se contara la semana próxima; que hay que escribirlo, con la natural licencia de mis preocupaciones y ocupaciones, bastantes.
P.S: De don Ignacio aprendí mucho, no en aula, sí en viajes; recordarle y recordar también al profesor historiador don Carlos Prieto, excelente, forman parte de mis imperativos categóricos.  





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