Delphine Horvilleur es mujer interesante. No diré si interesantes como ella hay muchas o pocas, pues manda el “depende”, y no quiero “cristos polémicos” con ellas, que saben latín y yo sólo griego. La judía D.H. es de las pocas en ser “mujer-rabino”, es decir, no cónyuge de rabino, sino rabino ella misma; nada que ver con la denominada “sociedad legal de gananciales”, momio o chollo a veces para ella y chollo o momio a veces para él. Lo de la mujer-rabino es tan nuevo que la Gramática, siempre tartamuda en cuestión de género, aún duda si emplear el masculino, rabino, o lo femenino, rabina. Los líos con el género son ahora tremendos.
Las mujeres por su tesón inmenso son muy de empollar y de chapar (chaponas), razón de que haya muchas registradoras como máquinas y notarias como manguitos; pero lo de la judía Horvilleur es, como en el circo, más difícil todavía, pues además de dar fe como las notarias, enseña hebreo en una sinagoga de Paris y practica la exégesis de los cinco libros sagrados que constituyen el Pentateuco. Y el título, el de rabino, Rav, rabbi, rabbin, se lo entregaron en Nueva York unos sabios patriarcas con tirabuzones de ortodoxos ashkenazis.
Como de Delphine Horvilleur deseo saber mucho,
En el libro Vivre avec mes morts, que es una narración en la que se cuentan las experiencias de las diversas oraciones fúnebres en los cementerios judíos, en la página 17, se escribe lo siguiente: “El papel de quien algo cuenta o narra (un conteur) es situarse cerca de la puerta para asegurarse de que permanezca abierta”. Y contar historias en fúnebres momentos, considera Horvilleur que es la función rabínica esencial: prestar un oficio, acompañar y enseñar. Jugar con las palabras, empleando unas en vez de otras resolviendo puzzles o mecanos; el ruido a veces y el silencio a veces de las palabras; el dialogar con los textos; el descubrir por la exégesis sus vueltas y revueltas, eso es la literatura, pasión y arte de muchos, y pasión muy judía, semita (Proust, cronista social, tuvo que ser judío).
El estar pendiente de que la puerta permanezca abierta, puede suceder al escribir de personas, cosas y de animales, sean semovientes o no, no el de perros y gatos, hoy zascandileados como mascotas. Pensando en estos animales, pasión de solitarios y solitarias, recordando la advertencia de Umbral de que “las amistades que nacen ambiguas nunca se enderezan”, me detengo y repaso lo escrito por mi mismo hasta aquí. Y caigo en la cuenta de que el conjunto quedó como “muy intelectual”, como de catedrático de los de antes.
Resulta que en Oviedo, que es ciudad antropocéntrica, hay colocada una estatua de perro en una calle (el perro Rufo), mientras que en Gijón, que es una ciudad “perrocentrica” no hay estatua de perro. Los niños del “Oviedín del alma”, calzados en Almacenes Generales (calle Santa Cruz) de don Arturo García Pajares y Calzados Mami (calle Milicias Nacionales) de don Floro García Díaz, se entretenían con aristocráticos y distantes patos, cisnes, osos y pavos reales en el Campo (San Francisco), atravesando aromáticas y perfumadas rosaledas para llegar a estanques y mirarse como narcisos. No había en el “Oviedín” columpios ni perros, que, en el mejor de los casos, estaban en caserías muy en las afueras, como en El Cristo o en La Manjoya, oliendo a vacas lecheras las caserías, los caseros y los perros.
Los del “Gijón” no tenían Campo, sino Parque, que suena más que campo, siendo en realidad mucho menos, pues nunca tuvieron osos; sí, por el contrario, muchos perros y columpios. Los barquilleros/as del gijonés Isabel La Católica, en sus barquillos y galletas, fueron siempre más generosos en mieles que los insípidos del ovetense San Francisco, siendo rojos como de bomberos los bombos de unos y otros, de unas y otras, y encima de los bombos estaban las ruletas de la suerte, que eran como las de Mónaco o de Biarritz.
Hacer literatura con perros, a base de prosopopeyas, está de moda, no entendiéndolo bien, como no entiendo lo de Delibes en Cinco horas con Mario, pues es inútil hablar con un muerto, y durante tantas horas. Debió ser idea de Carmen Sotillo, que fue “chica de Valladolid” en los años sesenta del siglo XX. Desideria fue la de La pasión turca y era de Huesca.
Jerry, el perro aristócrata y "bodeguero del autor |
Y yo también tengo perro, Jerry, aunque no nos hablamos; él me mira como el perro de San Roque mira a la cucúrbita del Santo, y es como si me contara historias. A veces le llevo la contraria, como cuando ladra a lo bestia a mi amigo Cholo Muñiz, que me trae lotería y quinielas, empeñado en que sea “nuevo rico”, lo que rechazo, y que está apuntado en una peña del Sporting, de las federadas, que son de la élite. A Cholo, que es buena gente, pues hasta cree que el Sporting es de él, mi perro, que no es de raza, siendo esa la raza de los bodegueros, le ladra sin parar, acaso por confusión con el antenista o con el del servicio técnico de Vaillant, el arreglador del calentador.
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