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POMPAS FÚNEBRES, QUE NO DE JABÓN, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en "la Nueva España" el 12 de octubre 2021)

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A Carmen Ruiz-Tilve, que quiero más de lo que se imagina.

 

 

Decir lo evidente como que Venecia es muy bonita, es decir nada; incluso suena a bobada como tantas dichas por aquéllos a los que nos referimos en el artículo anterior, de Nabos y otras berzas. Cosa distinta sería, y muy seria, decir qué es lo que hay de  “veneciano” en esas ciudades europeas, en San Petersburgo, Ámsterdam o Brujas, calificadas como las otras “Venecias de Europa. Regresé hace horas de Aveiro, la llamada “Venecia de Portugal”, y el parecido con la genuina y verdadera italiana, me pareció no existir: nada en Aveiro de palacios con hadas, ni opulencias bizantinas como los caballos colocados en San Marcos, ni góndolas negras que avanzan como cisnes negros. En Aveiro las barcazas son a motor. 

 


Y como siempre que me aburro, mi distracción consiste en comer pasteles; en el caso de Aveiro, fueron los ovos moles, gustados en una pastelería cercana al Hotel Moliceiro y próxima a La Tasquinha da Ria. Como el  aburrimiento es frecuente en Oviedo, lo supero comiendo milhojas en la Confitería Asturias, en la calle Covadonga; antes fueron los milhojas de la Confitería Niza, en la calle Magdalena, y en la misma calle, al otro lado, en la Confitería de Las Dueñas, sucursal de la de la calle Palacio Valdés, de las apellidadas por parte de madre, las Lorenzo. Por tanto apellido “Lorenzo” en esta ciudad, de pasteleras y alcaldes, que acaso sean lo mismo, bien podría llamarse Vetusta “El lugar de Lorenzaccio“, como la obra del pedante y romántico Alfredo de Musset. 

 

Las pompas fúnebres en Venecia siempre me fascinaron, pues fascinante siempre me resultó ver pasar una góndola funeraria por el Gran Canal, portando, al ritmo del suave oleaje, el féretro con el cadáver, mezclados los olores de las salinas aguas y de las flores del muerto, y camino en procesión hasta el cementerio de San Michele (Isla de los muertos). Tal cementerio es una inmensa Isla, y hasta llegar a ella, se pueden escuchar, en el trayecto músicas de bandolinas con notas de Vivaldi. Además, si el muerto, en vez de haber sido católico, hubiese pertenecido a la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla, mucho mejor aún, pues ver y escuchar a tres popes, barbudos, subidos a una góndola, junto a un féretro, cantando, con ronquera, liturgias y recitando letanías, hasta el más ateo acaba creyendo en Dios. 

 

Y no dejo de pensar en la fastuosidad que debió de haber con ocasión de las procesiones mortuorias, camino de la Isla de San Michele, de dos muertos, en vida estetas de la Santa Rusia, fieles al Patriarcado de la Iglesia Ortodoxa rusa, la de toda la vida allí, incluso en tiempos de Lenin, hoy momia. Uno llamado Serguéi Diaghilev, cuyo amante, el bailarín Ninjsky, murió loco a los veintiséis años, lo cual fue considerado como la última prueba de su sensatez. El otro, Igor Straavinsky, contra el que no pudo ni Stalin, siempre peinado, el Igor, con raya en medio de fijador, viendo fuego en todas partes y en todos, en los pájaros incluidos.

 


Acaso tanta contemplación de lo fúnebre veneciano fue consecuencia de la atracción por lo fúnebre ovetense, pues haber nacido en la calle Campomanes y visto pasar, bajando, tantos entierros, hasta la “despedida del duelo”, resulta imborrable e importante. Una “despedida” que tenía lugar, abajo, junto a la calle Magdalena, y mirando al “Campillín” y a Arzobispo Guisasola, enfrente justo de la Panadería de Lupe y la Carnicería de Pilarina, que tenía una hermana rica, rica por farmacéutica en Gijón. Los curas, presentes en los entierros hasta la despedida del duelo, con inmensas capas pluviales de color negro con dorados como oros, podían cambiar, pero los vehículos fúnebres siempre eran los mismos: uno muy exuberante, de la denominada “Funeraria Empresa-Fortuna”, la de Cabo Noval, y otro más sensato, de “Funeraria Guerra”, la de Rúa 11, especializada, como se anunciaba, en “arcas para traslados y en carrozas de gran lujo”. 

 

Precisamente en los locales de esas funerarias se podían ver, desde la calle, los féretros a estrenar, debidamente estanqueados. Por eso, las funerarias y los estancos tanto se me parecieron, no sólo por la nicotina mortal, sino también por estar muy bien colocados, muy ordenados, unos encima de otros, los féretros, y las cajetillas de tabaco también. Si no querías ver los féretros, desde la calle, apilados porque “te daba un no sé qué”, tenías que dar vueltas o andar a lo perifrástico, como ir al Teatro Principado, en Cabo Noval, no entrando directamente por la calle Santa Cruz, sino por la calle Principado. Si querías ir a la oficina de la Caja de Ahorros o a Fluorescencia Onís, en la Plaza de la Catedral, tenías que dar una vuelta para no bajar por la calle Rúa, bajando por Altamirano, y llegando a la Plaza de la Catedral, pasando antes por la Plaza de Porlier. 

 


Es verdad que no todos los cortejos fúnebres bajaban por Campomanes. Hubo procesiones mortis-causa muy celebres y multitudinarias que transcurrieron por otras vías. El entierro de don Valentín Masip colapsó las calles Fruela y Jesús, en los años sesenta; el entierro del Arzobispo Lauzurica colapsó las calles San Vicente y Jovellanos, también por aquellos años; el funeral de don Agustín de Saralegui, a finales de los setenta, abarrotó la plaza de la Catedral con el funeral en San Tirso. La Iglesia de los Carmelitas y la calle Santa Susana, en los años ochenta, quedaron pequeñas por las multitudes que despidieron al notario Caicoya y a su esposa Carmen, sin duda, ésta una Cores y de lo más elegante, viéndola aún subiendo por Toreno, a la altura de Politecna, con sus ojos claros y su tez tan blanca que parecía azul.

 

Cuando murió el Arzobispo Lauzurica, en 1964, los Maristas de Santa Susana obligaron a que sus bachilleres fuésemos a rezar ante los restos mortales de Monseñor, que la Santa Sede, sabiamente, había trasladado a Madrid cuando la sangre episcopal ya no llegaba al cerebro; fue entonces cuando la mujer de Franco decidió que don Segundo García de Sierra y Méndez, antes párroco gijonés, fuese arzobispo coadjutor. Lauzurica, inmenso, grande, me confirmó en una mañana de fiesta en San Isidoro; y aquella imagen de Lauzurica, grande como su capa episcopal, contrastó con lo pequeño que me pareció allí dentro, en el cajón mortuorio, instalado ardientemente en el Palacio Episcopal. Mala suerte tuvo don Segundo, pues días antes de morir Lauzurica, la Santa Sede y Franco nombraron Arzobispo titular de Oviedo a Tarancón y a él Arzobispo de Burgos. 

 


Lo ruso y lo veneciano siempre me interesaron mucho en lo global y en lo local, sabiendo que fue pasión de rusos y rusas morir y enterrarse en Venecia, tal como supimos de Diaghilev y Stravisnky, y de marquesas, no como las de aquí, sino primas de los Romanov. Y en esto ocurrió una cosa sorprendente, acaso milagrosa: muchas mañanas, desayunando un café y una “pinca” (bollo con trozos de frutas escarchadas), en la Confitería Rialto, en la calle San Francisco, de Oviedo, me preguntaba: ¿Cómo será posible que llamándose la Confitería de manera tan veneciana, RIALTO, la especialidad sean las MOSCOVITAS?

 


La inicial perplejidad la llegué a transmitir  a sus dueños, los Gayoso, que no me hicieron ni p… caso. De pronto, un día, caí en la cuenta: el éxito con las Moscovitas del Rialto, forma parte de ese mágico e irresistible atractivo o embrujo, que siempre y para todo, tienen lo ruso, moscovita, mezclado con el Rialto veneciano. Por ello, tratándose entre ambos, el negocio es siempre seguro, muy seguro. 

 

¡Menudo kikirikí, el de los Galloso o Gayoso, padre e hijo, del Rialto ovetense!

 

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