I.- La conferencia de prensa del Santo Padre, durante el vuelo de regreso a Roma, comenzó, después de dar las gracias a los periodistas por su trabajo y compañía, con una alabanza a las mujeres; con el recordatorio de ser ese día, el 8 de marzo, el “Día Internacional de la mujer”, Festa della Donna. Preguntó el Papa: ¿Por qué no la fiesta de los hombres? Y se respondió, recordando lo dicho por la esposa del Presidente de Irak: “Los hombres siempre están de fiesta”. Tal relato, acaso chascarrillo, me recordó lo que escribieron dos mujeres, Roselyne Bachelot, actual Ministra francesa de la Cultura (desde 2020), y Geneviève Fraisse, en 1999, en el libro Deux femmes au royaume des hommes (Hachette).
Roselyne Bachelot cuenta en la página 273 del libro que preguntó al entonces arzobispo de Paris, al progresista y judío cardenal Lustiguer, el porqué de la exclusión de las mujeres del sacerdocio católico, respondiendo éste que sólo había doce personas en torno a Jesús en el momento de la Cena, siendo hombres la docena, y apostilló aquélla: ¡también había tres mujeres en el momento del enterramiento de Jesús! Pues siempre que se trata de una comida o fiesta, los hombres allí están siempre; y en los momentos, francamente, de mucha pena, están presentes sobre todo las mujeres.
Es motivo de reflexión lo dicho por el Papa en el primer párrafo, también lo es, acaso por mucha más razón y trascendencia, lo dicho por las mujeres francesas en el segundo párrafo. Es como si las palabras, recordando al poeta Jaime Salinas, tuviesen un revés que quien las pronuncia no lo sabe, aunque ese sea el Sumo Pontífice.
II.- El miércoles, 10 de marzo, tuvo lugar la Audiencia General desde la Biblioteca privada del Papa, en el vaticano Palacio Apostólico. Habló el Santo Padre de su reciente estancia en Irak, del sentido penitencial del viaje a una tierra de mártires, del encuentro con el ayatolá Al-Sistani, de la paz, del ruido de las armas y de las guerras, “siempre las guerras”. Fue exactamente en el minuto once, cuando el Papa, sin leer y levantando la vista de las blancas cuartillas, como mirando al infinito, preguntó como de improviso: ¿Quién anteriormente había vendido armas a los terroristas?¿Quién vende hoy las armas a los terroristas? Y acompasando el movimiento de cabeza con la mano izquierda, como advirtiendo y señalando, añadió: Es una cuestión que me gustaría que alguien me respondiera.
Es difícil suponer que el Papa no conozca quiénes son los suministradores de armas a los llamados grupos terroristas, pues informadores secretos no faltarán al Vaticano y, también, las armas, como los dineros “bandidos”, siempre dejan muchas huellas de su asquerosa procedencia. El Papa sabe bien, muy bien, que unos u otros, o mejor, unos y otros, desde Estados más o menos vecinos o próximos, fértiles o desérticos, son los traficantes y suministradores de armas. Que el Papa no pueda denunciar a los verdaderos responsables, bien para no hacer más endeble la posición de los cristianos, víctimas y mártires, bien para no violar promesas de confidencialidad en las secretas informaciones, no significa que las preguntas papales sean sólo eso, preguntas retóricas.
III.- José M. Méndez C. me sugirió, vía electrónica, la conveniencia de ampliar el tema de la clerecía y el poder en la Iglesia católica y en ese Islam heterodoxo, que es el chiísmo, y ello con ocasión de la reunión entre los clérigos, el Papa católico y el ayatolá chiíta (Al Sistani), llamada visita de cortesía por parte del Vaticano. Cuestión, por supuesto, nada fácil. Un chiísmo que es mayoritario en Irak y en Irán, frente al Islam ortodoxo, que es el sunnismo, y teniendo en cuenta la imposibilidad, hasta el momento presente, de firmar con el Islam chiíta –mucho más difícil- un documento como el de Abu Dabhi, acerca de la Fraternidad humana, por la paz mundial y la convivencia común, firmado con el Islam sunnita en febrero de 2019. El Papa, en la conferencia de prensa de regreso a Roma, se explayó un poco y explicó detalles del complejo proceso de elaboración y durante un plazo de seis meses.
La existencia de clérigos mediadores, en el catolicismo y en el Islam chiíta, entre Dios y los hombres, complica mucho todo. Las clerecías respectivas dan origen a unas estructuras clericales muy jerarquizadas y, naturalmente, con imperio de la gerontocracia, para cuya comprobación basta fijarse en las avanzadas edades de los altos clérigos en ambas religiones, muchos de los cuales superan, con creces, los ochenta años de edad, que se aferran como lapas a los cargos y a los fundamentos teocráticos del Poder. Gustan todos de mucho mandar, si bien son numerosos los matices diferenciales entre los clérigos del catolicismo (separación entre lo de Dios y lo del Cesar y la salida de la religión de Marcel Gauchet) y el chiísmo, que ignora por completo la diferencia entre Religión y Política. Según la fe chiíta e iraní, que es la llamada de los “doce imanes”, muerto el Profeta, Alá dejó a los hombres un garante espiritual, un imán o guía, para dirigir la comunidad.
Es interesante recordar la dualidad papal, la de un Santo Padre que lo es de la Iglesia católica o Santa Sede y que también es un Jefe de Estado, el de la Ciudad del Vaticano, entidad soberana con personalidad internacional, indicándose lo siguiente el artículo 1º de su Ley Fundamental: “El Sumo Pontífice, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, tiene la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”. La legitimidad es teocrática. Es fascinante todo lo ocurrido con la llamada “cuestión romana”, desde que el Papado (Pío IX) perdió en 1870 los Estados Pontificios hasta que el Papado (Pío XI) recuperó la Jefatura del Estado en 1929, con un territorio, aunque muy exiguo. León XIII, San Pío X ni Benedicto XV no tuvieron territorio. fueron jefes de un Estado sin territorio. Es sintomático que León XIII, calificado justamente como el papa del primer aggiornamento,escribiera en la encíclica Libertas Praestantissimum (1888) que lo que más tarde se consideraría libertad religiosa “no es libertad, es una depravación de la libertad y una esclavitud del alma entregada al pecado”. Sobre eso mismo, en 1966, Jiménez Lozano meditaría: “La libertad religiosa es solamente la expresión más profunda, es el principio básico del cristianismo”.
Es también interesante el proceso revolucionario, complejo como todas las revoluciones, que condujo a que los clérigos chiítas, encabezados por el jefe religioso y político, el gran ayatolá Jomeini, fuesen los grandes vencedores de la revolución islámica, conquistando todo el poder, y ello contra los llamados enemigos del Islam, de la dinastía de los Pahlavi. Del mismo modo que sería muy interesante detenernos comparar el derecho musulmán, para la comunidad musulmana, y el derecho canónico, para la comunidad de la Iglesia. Bástenos ahora señalar que en la revolución iraní la toma del poder la efectuaron los clérigos chiítas, con un sistema de legitimación, el teocrático, y también, secundariamente, el de las libertades democráticas. Fue fundamental y lo sigue siendo, que en la Constitución Islámica de Irán se otorgue de primacía a leyes divinas, conteniéndose en ella (artículo 5) los principios esenciales del Islam chiíta, entre los que está el llamado velâyat-e fatih o gobierno de un jurisconsulto de la ley musulmana, por lo que tanto peleó el gran ayatolá y guía de la Revolución, el clérigo Jomeiny, y siéndolo ahora el líder supremo Alí Jamenei.
A los chiítas no les gusta el color blanco, como la sotana papal, pues les recuerda la llamada “Revolución blanca”, muy americana, de los tiempos del Sha Reza Pahlavi. El majadero de Bush hijo incluyó a Irán en el “Eje del Mal”, y ahora ellos, Irán, incluyen en el Mal lo que se dice en lenguas occidentales, italiano incluido, que fue la lengua del Papa; peor hubiese sido, ciertamente, que el Papa se explicara en inglés. Y ante todo eso, las heterodoxias del Ayatolá Iraquí, Al Sistani, de separación de lo religioso y lo político, tienen una significación muy relativa o escasa. Luego habrá que seguir rezando y rezando mucho hasta la firma con el Islam chiíta de un documento como el de Abú Dahbi.
Fotos del autor de Teherán