Porque el territorio del artista, de cualquier
artista incluso de uno tan grande como Rothko,
es siempre el fracaso.
(Ricardo Menéndez Salmón, escritor de una maravilla
con título: “La luz es más antigua que el amor”.
Umberto Eco, meses antes de su muerte y en respuesta a pregunta del periodista de France Culture (radio) el 17 de mayo de 2015, dijo: “Las ideas me llegan cuando nado en el mar o en la piscina; mejor en aquél que en ésta”.
artista incluso de uno tan grande como Rothko,
es siempre el fracaso.
(Ricardo Menéndez Salmón, escritor de una maravilla
con título: “La luz es más antigua que el amor”.
Umberto Eco, meses antes de su muerte y en respuesta a pregunta del periodista de France Culture (radio) el 17 de mayo de 2015, dijo: “Las ideas me llegan cuando nado en el mar o en la piscina; mejor en aquél que en ésta”.
Confieso que hasta ese momento nunca había imaginado la estrecha relación que pudiera existir entre las Musas, tocadoras de flautas y de las meninges de poetas, y las aguas húmedas. Sabido ahora lo cual y por si acaso con toalla, añado que el pasado verano no perdí ocasión de zampuzarme en las aguas del Cantábrico, excluidos los días de baños prohibidos por el reventón de la gran cloaca o retrete inmenso de Peñarrubia, aquí, en la bahía de Gijón, pretendiente de la bandera azul. Acaso por eso -es natural- las meninges poéticas, las mías, aún, aún, permanezcan estériles; con esa tristeza tan de la esterilidad, no siendo verdad –es misterio- que de lo más infecundo se pase a lo más fecundo.
Y de pronto, hace horas, ocurrió el milagro, tan propio de todos los tiempos, luego también de éste o Adviento litúrgico. Estuve a través de la Red o del Net en la querida Salamanca, que fue antaño de tantos frailes y monjas, y hoy en extinción como las mariposas amarillas. En el claustro conventual de San Esteban, que pisó el dominico Vitoria camino de la Biblioteca y Santa Teresa camino del confesionario, escuché una voz maravillosa, la de un de un fraile capuchino, con ostentación de poderoso cuello y manos delicadas de muñeca, que allí recitaba el Cántico de las criaturas o Himno al Hermano Sol de San Francisco de Asís.
Al comienzo de versos del Cántico se repite la Laudato si, mi Signore, al igual que en la carta ecológica de otro Francisco, no de Asís sino de la Pampa, el Papa de la Pampa. Es al final del Poema cuando se canta lo sorprendente y tan poco oído: “Alabado seas Mi Señor por la hermana agua, muy útil y que es humilde, y es preciosa, y es casta”. ¡El agua es caaaaassssta! exclamó casi a gritos el Capuchino, que, si fuese Carmelita, se llamaría, sin duda alguna, Theophilos del Niño Jesús de Praga.
Cuesta trabajo pensar que Umberto Eco, que sabía mucho de todo –era lujurioso del saber- ignorase que el agua fuese casta y no añadiré “como las muchachas en flor” por ser la flor y las flores del aparato genital de las plantas. Y me cuesta más trabajo aún pensar que don Umberto vinculase el poder creador de su inteligencia a la castidad de lo que fuere, incluida la del el agua, él, que siempre fue promiscuo por comer carne en días prohibidos de Cuaresma (me consta que en el Vaticano, tan tolerante para los pecados propios, eso nunca lo perdonaron).
Y he aquí que, como por arte de birlibirloque (Bergamín) o de pensamiento-ardilla, que es el pensamiento así llamado por ser el que anda por las ramas sin caerse (como las ardillas), el autor que ahora los lectores están leyendo, penetró, sin quererlo, en zonas humildes, húmedas, que son las relacionadas con lo casto y la castidad, como lo santo y la santidad, como lo loco y la locura. ¿Y por qué el agua, tan resbaladiza, que entra y sale por tantos agujeros, es tan casta, que tantos y tantos problemas de fenomenología y de fontanería plantea?
Recomiendo a los lectores que, navegando por la Red (bien You Tube, bien Dominicos.Org.) escuchen y miren vídeo de Víctor Herrero de Miguel, que así se llama el religioso capuchino, esteta y biblista, y que, por fraile, tiene presunción de casto y de castidad. En cualquier caso, el dandismo, lo dandi o lo dandí, porque sí y porque es capuchino, no hay quien se lo quite a Víctor, que yo, impresionado por tanta altura, ya se lo dije.
¡Ay, ay, si Lord Byron o si Oscar Wilde hubiesen sido capuchinos, ay, ay!
Tanto a don Umberto como al Hermano Víctor les interesó mucho un casto, un casto manchego, aunque “manchado”, que ,por manchego, es el colmo de lo casto, llamado Alonso Quijano en estado de cuerdo y don Quijote en estado de loco. La frontera entre la cordura y la locura, en el último capítulo de la segunda parte del Quijote, la determinó, para hacer testamento, el cura y no el escribano, como es normal (los escribanos siempre fueron mandaos de las clerecías), “verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento”, mandó el clérigo quijotesco. Es al final de todo, cuando el escribano confiesa su mala práctica y “mirar para otro lado” al decir que “nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote”. Don Quijote a diferencia de otro casto radical y santo, llamado Pablo y natural de Tarso, nunca se jactó de ser virgen.
O sea que, para el escribano innombrado, Alonso Quijano hizo su testamento estando loco, muy loco, aunque la cosa, al parecer, no tuvo mucha importancia, pues, por ser casto el Alonso, no tuvo que repartir legítimas: los castos, de tener algo a repartir, sólo tienen colaterales, y no descendientes; son muy finitos y nada infinitivos. Y nunca Cervantes nos explicó si el delirio o locura del Caballero y de Figura triste, soltero varón, fue por castitatis causa, perdido entre los muchos y tantos oremus rezados. Cervantes, repito, no explica si a Quijote la locura le llegó por ser eso, precisamente casto, de mucha más importancia que la lectura de libros de caballerías. Los cervantistas violeteros nada aclararon en el aniversario, este año, de su muerte (la de Cervantes, también franciscano, de la Orden Tercera); claro que los violeteros cervantistas no han llegado a leer el capítulo 74 de la 2ª Parte, que es el último, debiendo de leerse el primero.
Tanto por el Poema de San Francisco como por la Novela de Cervantes, Eco y Herrero de Miguel se preguntaron si lo que contaron aquéllos, en verso y en prosa respectivamente, son verdades o mentiras, tratando así de llegar a la raíz de la Literatura y de lo literario, proclamando ambos la superioridad de la ficción sobre la realidad. Hace meses, Eco, en la entrevista indicada al principio de este artículo, se despidió de este mundo de vivos diciendo que la verdad literaria o ficción es innegable -lo único innegable, pues, la realidad, por el contrario, es posible negarla -fenómeno conocido como negacionismo-. ¿Acaso (fue la última pregunta de Eco) puede negarse el Quijote o la muerte de Ana Karenina? ¿Julio Cesar murió de manera distinta a la contada por Shakespeare?
Hace sólo unos días, casi horas, escuché a Víctor Herrero explicar lo genial de que el verbo latino fingere, de fingo y fictum,no significa fingir sino crear o transformar, como lo que hace el orfebre que mete sus manos en la arcilla y moldea de ese modo vasijas o ánforas, y lo genial de que fingidor no es el que miente, sino el que crea o transforma. Por eso -añadió el admirado por sus capacidades y Hermano como San Antonio o el Padre Pío – que si la Historia, según Aristóteles, cuenta lo que pasó, la Literatura cuenta lo que puede pasar: de ahí que sus personajes, como don Quijote o el príncipe Hamlet, sean arquetipos de lo humano. La “Mano del Creador”, “el todo que empieza en lo pequeño, la luz de ángeles y la luz del silencio”, tal como escribiera a principios del siglo XX en Paris el poeta Rilke al escultor Rodin…
El maestro pintor norteamericano Mark Rothko, personaje de Menéndez Salmón murió en 1970 de depresión, cortándose las venas –matóse, pues- despreciado por su amada Mell; siglos antes, murió también de depresión Alonso Quijano, mejor dicho o de forma más fina “se dejó morir sin más ni más” según dijo Sancho Panza llorando, considerado éste, equivocadamente, rudo o rústico por los violeteros.
De la muerte por depresión de Alonso Quijano, a lo que contribuyó también la casta Dulcinea, unas veces encantada y otras veces desencantada, que depende, y del suicidio “por dejarse morir sin más ni más” de don Quijote, que así también lo “vio” el poeta Ramón de Garciasol, escribiremos otro día, si Dios quisiere.
Fotos del autor y que cada lector ponga el pié de foto que desee relacionado con el texto escrito.