Se acabaron las vacaciones, y con ellas quedan atrás jornadas de sol, de playa y naturaleza. Momentos que ya no se repetirán, o, en todo caso, los que vengan –el año próximo, si llegamos- serán distintos. Tal vez con otras personas, tal vez en lugares diferentes, ¡quién sabe cómo! En todo caso –y en mi caso- lo único que tengo bastante claro es que, salvo enfermedad, serán tan buenas como las que se acaban de terminar. Aunque, la verdad, me entran dudas, ¿habrán sido tan buenas, o todo será fruto de mi imaginación, de mi capacidad, que espero conservar siempre, para soñar, para aprovechar lo positivo y minimizar lo que no lo es tanto. Durante las mismas –las vacaciones- alguien me ha dicho que no tenía los pies sobre la tierra, algo así como que vivía en un mundo irreal, porque hay demasiadas cosas negativas alrededor. Cierto, hay muchas miserias, demasiadas tragedias. Pero, ¡cómo no voy a ser consciente de ello! Han sucedido tantas cosas espeluznantes este mes de agosto que es para avergonzarse del ser humano. ¡Claro que estoy indignada! Pero no porque las señalizaciones de las carreteras estén defectuosas, ni porque el conductor que antecede mi coche gire sin poner el intermitente, o porque el político de turno diga cualquier tontería. Esa es la indignación de muchos ciudadanos, sin más. Pero como yo también hago muchas cosas mal, pues no puedo ir más allá de un comentario intrascendente, no puedo erigirme en justiciera, para hacerlo tendría que ser perfecta, algo de lo que estoy muy lejos en todos los sentidos.
Sí estoy indignada y entristecida por el éxodo emigratorio que está matando sin piedad a seres humanos que lo único que persiguen es librarse de una guerra, de la miseria que les come la dignidad. No puedo evitar sentir un vacío interior, una lástima infinita por esas gentes que van de país en país de cualquier manera, con lo puesto, sin comida, sin nada, mientras yo disfruto del paseo por la playa, de la terracita... Y no acierto a entender cómo quienes, igual que yo, viven con demasiadas comodidades, pueden decir que hay que cerrar fronteras, que hay que evitar que vengan, como única solución al problema. Y a mí, que soy una grandísima ignorante pero que tengo corazón, pienso que no pueden instalarse alambradas de cuchillas para que no puedan pasar, que no pueden devolverse a sus países en guerra, porque no sobrevivirán. Dicen, de nuevo algunas personas, que hay que expulsarlos como sea porque nos invadirán sin remedio. Estoy de acuerdo, habrá que repartir el trabajo, las comodidades. ¡Menuda injusticia! O tal vez con darles lo que nos sobra será suficiente, seguro que se conformarían. Pero claro, no puede ser así, ellos han nacido en países pobres, y ellos son ídem. Así que… ¡que se fastidien! Segura estoy que no ha de tener fácil solución, pero ha de tenerla diferente a privarlos de lo más fundamental para vivir. De las mafias, prefiero no hablar. Contra esas sí ejercería los más duros castigos, y no contra quienes se arrastran en busca de una vida medianamente aceptable. Por esto ya lo creo que me indigno. Como también lo hago por esa violencia de género, o doméstica, familiar o como se quiera llamar. Morir a manos de la persona que convive contigo… Pues no sé ni qué escribir al respecto.
Por otra parte, y ya en positivo, parece que la economía reflota y que somos menos pobres. Cuesta creerlo cuando la tasa del paro es tan alta, pero los números cantan y la ocupación hotelera también. Posiblemente esto sea lo más positivo del periodo estival que ahora termina.
Y concluyo como empecé: se acabaron las vacaciones Un mes de agosto agridulce con gozos para quienes tenemos el privilegio de haberlas disfrutado y con muchas sombras para una parte importante de la humanidad. No me parece justo, aunque yo esté del lado bueno.