“La igualdad es el principio en virtud del cual los hombres se reconocen entre si la misma dignidad “por igual” y estima indigna e injusta toda forma de aristocratismo”.
Javier Gomá “Ejemplaridad pública” (2009)
Un político, Felipe González, ha vuelto a plantear hace días el asunto polémico de si los políticos imputados judicialmente deben figurar o no en listas electorales, o si los parlamentarios ante una imputación deben entregar o no sus actas de diputados. Tales declaraciones se hicieron al tiempo que se aprobaba por el Consejo de Ministros un Proyecto de Ley de Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en la que, entre otras y variadas cuestiones, el Gobierno, siendo dócil a la llamada “Comisión para la claridad del Lenguaje Jurídico”, cambia las palabras de “imputado” por “investigado” (es de alabanza que se haya hecho caso a esa Comisión de claridades y clarividencias, incluso en un asunto tan serio).
La polémica no es precisamente jurídica, que en esto no hay duda: todos, políticos o no políticos, tienen derecho a la presunción de inocencia, que sólo la enerva una sentencia (firme) de condena, y no cualquier sentencia: sólo la basada en una prueba incriminatoria, válida y legalmente obtenida. Eso, tan elemental, no sólo lo dicen textos legales españoles (artículo 24 de la Constitución), sino también la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 11), el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (artículo 6.2) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 14.2). Los Derechos Fundamentales, entre ellos el de la presunción de inocencia, son inherentes a la persona, que es sustantivo potente y exclusivo, y que no admite la compañía de adjetivo calificativo alguno.
La opinión pública, que durante tanto tiempo ha estado dormida –sueño profundo- ante el fenómeno de la corrupción, la pública y la privada, la política y no política, ahora está que no “pega ojo”; sufre insomnio, que, según los psiquiatras, es fuente de trastornos. El sociólogo salmantino Gil Villa escribió en 2008: “El grado de corrupción existente depende de la tolerancia social hacia la misma por parte de la opinión pública”. La intolerancia actual es buena, muy buena, mas no la podemos llevar al extremo de negar derechos fundamentales, pues lo que empieza negándose a unos pocos (políticos), puede terminar negándolo a todos, a todos. Y surge la pregunta: ¿Usted, ciudadano, que está tan enfadado por las “bribonadas” de los políticos y de los otros (empresarios, funcionarios, eclesiásticos y profesionales), por sus acciones y omisiones, si fuera (usted) el imputado, qué…?
El humano instinto de conservación, hacedor de maravillas, tales como procrear con gusto o gustazo (depende del estilo, arte o maña personales), sobreponerse a situaciones desgraciadas y límites sin caer en el error máximo de “auto-destruirse”, es también fuente de incoherencias y falacias: “lo Mío es lo mío, y lo que para MÍ no quiero, para los demás sí. Para evitar esas distorsiones (cognitivas), colocando a cada quisque en su sitio, deberíamos estar los juristas, aunque a veces caminamos extravagantes (vagar por fuera), o nos extraviamos en laberintos metafísicos, con sofisticados razonamientos, que nos hacen perder el norte. Y eso pasa con la presunción de inocencia, que al margen de juicios lógicos y hermenéuticos, su esencia es simple: es una de las garantías procesales para evitar que se condene a un inocente, sea político o no político, sea el vecino, sea usted, estimado lector, o yo mismo (¡Dios no lo quiera!).
Es tan polémico el asunto con los políticos, no por causas jurídicas, sino por razones éticas y estéticas. ¿Puede permanecer en el cargo un miembro de una Cámara legislativa o de un Gobierno al que se imputa un hecho relacionado con la corrupción, cuando, precisamente, la corrupción que causa muchas víctimas -muchas más de las que se cree- tiene una muy principal: la Ley. El sociólogo antedicho escribió: “La corrupción es un cáncer para la sociedad porque ataca el cimiento de la confianza”. ¿No es la corrupción un prevalerse del cargo u oficio con beneficio exclusivo en detrimento de la ciudadanía, a la que se exprime como un cítrico? ¿Cómo se puede permanecer pasivo ante los privilegios (y corporativismos), categoría jurídica absolutamente opuesta a la realidad de una sociedad democrática, lo cual es muy visible e indiscreto en la llamada “criminalidad de los poderosos” o sea, los financieros, que algunos, cabreados, llaman crápulas y ruines, por sólo tener dineros (eso me dicen y ni doy ni quito crédito o merced).
Jurídicamente, por la presunción de inocencia, se puede permanecer en los cargos, públicos y parlamentarios, pero ¿es eso ético y/o estético? ¿Podrá aguantar el interfecto la presión que inevitablemente se desatará? Así, pasamos del objetivismo de lo jurídico al subjetivismo de lo ético y/o estético, respecto de lo cual, cada ciudadano puede tener su opinión –debería tenerla-.
En la imputación judicial entran en la escena del drama, subido el telón, tres personajes (dramatis personae), que se reúnen en el centro del escenario: el acusador, el Juez y el imputado (en el futuro, previsiblemente, el “investigado”). Primero, el acusador, que puede ser público, sujeto su actuación a principios de legalidad e imparcialisdad (el Ministerio Fiscal), aunque no del público (éste es el acusador popular, previa querella y fianza), o el acusador particular, el ofendido, que denuncia o se querella, relatando al Juez hechos cometidos por el tercero, que todavía no es ni imputado. Los acusadores (públicos, populares o particulares) pueden llevarse bien, incluso ir de la mano, o mal, si el primero quiere “archivar” y los segundos son testarudos en lo contrario, reclamando su derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, y amenazando con querellas por obstrucciones maliciosas o con recurrir en recurrir en amparo ante el Tribunal Constitucional por desmedido afán archivador, a limine.
Segundo personaje es el Juez, que ha de estar muy atento, caviloso, y que ha de hacer una cosa intelectualmente difícil, propio de los juicios ex ante(no confundir con los prejuicios), un “pensar despacio” y no un “pensar rápido”, arbitrario o voluntarista o intuitivo: examinar si los hechos narrados por los acusadores son verosímiles (juicio de verosimilitud), si sobrepasan la mera probabilidad a base de posibles elementos objetivos, si existe en ellos una cierta verosimilitud o una atribución indiciaria para comenzar a investigar al denunciado o querellado. Y con ese “psicologismo”, dar de paso la querella, con motivación razonable, descartándose un trapacero afán de venganza o de jorobar, que habría de merecer de inmediato y sin contemplaciones un serio reproche por acusación y denuncia falsa (artículo 456 del Código Penal), convirtiendo al acusador falaz en acusado por mangante.
El tercero es el imputado, con rostro de pasmado, cual rey sin trono, que asume el “status” de tal desde el momento que el Juez le llama para que se explique, para diga lo que le de la gana, una vez advertido de sus derechos, especialmente el de hacerse acompañar de Letrado para su defensa. Imputar, pues, es eso, sospechar con un fundamento de la participación del imputado en el hecho punible denunciado, sin entrar en el fondo o culpabilidad. Así, una querella puede determinar o no (artículos 269 y 313 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) la incoación de un procedimiento penal, y debiendo destacarse dos cuestiones: A) que el juicio de verosimilitud del Juez, no sólo puede determinar la incoación de un proceso penal, sino también privar al “imputado”, en esta fase muy inicial, de derechos fundamentales que afecten a su libertad (prisión o libertad provisional), al patrimonio (medidas cautelares reales) o a la intimidad (intervención de comunicaciones o entradas domiciliarias). B) que la acusación, si llega, llegará mas tarde, a resultas de lo investigado, a las puertas de sentarse en el banquillo o juicio oral. Es precisamente en aquella fase inicial donde se sitúa el conflicto ético y estético de los políticos más arriba señalado.
La posición del Juez Instructor en el proceso penal español (el sumarial y el abreviado entre otros) es muy confusa, pues es garante del que acusa y del acusado (la Constitución española se refiere a derechos varios de este último y al único del acusador, que es el ejercicio de la acción penal); no obstante lo cual, puede y debe tomar muchas iniciativas de investigación sobre el imputado o procesado. El Juez instructor español es como un don Tancredo pero moviéndose un poco, no mucho, no tanto como se mueven los toreros. Nuevamente surge eso tan español del torerismo versus el tancredismo, que tanto gustó a dandis y estetas (Jean Cocteau y González-Ruano). Y el imputado (“investigado”), al Juez que le investiga y que ha de “proteger”, si llega el caso, le recurre todo, todo –hace bien si la Ley se lo permite-, incluso la decisión de suspender el interrogatorio para hacer pipí, y si dura mucho lo del pipí, le reprocha de lentitud, de lo que protesta.
Así las cosas, entra en el escenario el Sr. Ministro de Gracia y Justicia, cual subido en “una carroza de plomo candente”, que escribiera el dramaturgo Francisco Nieva, y adornado con sombrero de jipijapa. Lee el Excmo. Sr. la disposición adicional primera de su Proyecto de Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que dice así: “Las medidas incluidas en esta norma no podrán suponer incremento de dotaciones de personal ni de retribuciones, ni de otros gastos de personal”.Y uno entre el público, como en la obra de Pirandello, preguntó a Su Excelencia: ¿Por qué la magia de esa disposición, redescubierta la piedra filosofal, no se utiliza para resolver esa compleja cuestión de que los registradores mercantiles se hagan cargo del Registro Civil gratis et amore, evitando esa cosa tan fea de que “colegiados registrados” hagan enmendar mercantilizando pre-leyes, por delante y por detrás? Pregúnteselo a mi Jefe, el de la Galicia de la Santa Compaña“ -respondió el supradicho de la Gracia y la Justicia-.
He ahí, resumida en pocas líneas la grandeza del arte dramático contemporáneo: “el absurdo” de Pirandello, “los esperpentos” de Valle Inclán, “el teatro furioso” de Paco Nieva y “las tragedias grotescas” de don Miguel de Unamuno.
Concluyo con un apunte biográfico –permítaseme la indiscreción-. Dos textos me dejaron una profunda huella o marca. El primero, con apenas 17 años, al poco de abrir el tomo 1º de Derecho Civil de Castán Tobeñas (10ª edición), en la página 299 leí: “Se entiende por privilegio las disposiciones especiales que contienen un trato de favor a clases de personas, cosas o relaciones jurídicas a que se refieren”; desde entonces estoy en el bando de los que creen que todos los privilegios son odiosos (privilegia odiosa y odiosa sunt restringenda), tratando de actuar en consecuencia. Añado que un Derecho Penal con nombres propios (la llamada “Doctrina de…”) es una aberración, sólo explicable para salvavidas de náufragos a punto de ahogarse, posibilidad que no tienen los ciudadanos “corrientes”, sujeten o no la pantalonada con tirantes colorados. Y el segundo texto, inquietante y desmoralizador, lo encontré leyendo, a mediados de 1995, al catalán Antonio Priante (La Encina de Mario) sobre las ficticias y literarias reflexiones últimas de Cicerón, cercana su muerte violenta: “Las leyes las hacen los hombres, los más fuertes, para servir a sus propios intereses”. Reducir entre otras medidas los plazos de instrucción de sumarios complejos, muchos de ellos vinculados con la corrupción, sin el mínimo refuerzo de la oficina judicial, habrá puesto muy contentos a los investigados, presuntamente corruptos. Ciertamente es gigantesco el reto de tratar de contradecir a Cícerón, el más sabio hijo de la República romana, pero el intento lo merece.