(El Comercio, 15/01/2013)
El fallecimiento de Luis no me ha pillado por sorpresa, yo sabía que su salud era precaria y que una enfermedad cualquiera acabaría con su vida. Y así fue.
No por esperada me causó menos dolor, pues ello supone cerrar una etapa de mi vida y de quienes somos hijos de aquellos hombre que en la década de los setenta, con más ilusión que medios, con más fuerza que empuje social, se embarcaron en la tarea de recuperar, contra viento y marea, el patrimonio etnográfico de Asturias.
No sólo Luis, Moro, o Encinas trabajaron para que no quedase enterrado en el olvido nuestro pasado, hubo algunos más que lo hicieron: Patricio Adúriz, Rafael Meré, Luis Alonso, Luciano Castañón, y todos los que no cito, que sí recordarán quienes tengan memoria y sean justos. Pero estos tres formaban una piña que hacía que familiarmente los llamásemos los tres mosqueteros: siempre juntos, detrás de las mismas causas, inasequibles al desaliento, todos a una, sin importarles que los llamasen aldeanos. Acaso lo eran.
Hoy quedamos otros tres, ahora mosqueterinos: Belén, Luis y yo misma, ya con mucho menos ahínco del que ellos tuvieron, pero recogiendo el legado que nos dejaron. Que no es material, ni mucho menos, ellos nada tenían propio, nada material dejaron en herencia. Y además, esa herencia tardamos 35 años en recibirla: nos llegó en forma de reconocimiento público. Por desgracia ninguno pudo recoger el fruto de su trabajo: demasiado tarde. Y a Manolo Encinas, ni le llegó. Por eso yo comparto con su hija, hermana que no lo es de sangre pero más que si lo fuera, aquellos reconocimientos públicos que se hicieron: en el Pueblo de Asturias, en el teatro Jovellanos y en este diario El Comercio donde los tres, de una u otra forma, prestaron servicios.
Estos días sus hijos andamos revueltos, tristes porque Luis se fue, sorprendidos por la información que de su trabajo, siempre silencioso, se está facilitando ahora en los medios de comunicación. Estamos de alguna manera, redescubriéndolos. Eran nuestros padres, y por ello para nosotros importantes: los mejores. Eso siempre fue así. Pero ahora constatamos con cierta sorpresa, que también lo fueron para otras personas, que el trabajo que hicieron no pasó desapercibido, aunque no se hablara de ellos durante muchos años, aunque nos pareciese lo contrario. Como decía, estamos recogiendo su legado, lo que nos hace muy felices, y nos ayuda a sobrellevar la pena que nos produce la marcha de Luis.
Por eso, siendo yo la mayor, deseo desde el diario El Comercio, que fue casa de los tres, agradecer a todas las personas que de una u otra forma han paliado la tristeza que nos inunda.
Con el fallecimiento de Luis se cerró una etapa de nuestra vida, ya no queda ninguno de esa saga de hombres ilusionados que a cambio de nada, y en tiempos en los que no estaba de moda asturianear, recorrían los pueblos en busca de cualquier cacharo en desuso, escribían en bable o reivindicaban la gaita como instrumento nuestro. Eran, sin duda, unos ilusos soñadores: eran nuestros padres. Y en el tanatorio, entre lágrimas y risas comentábamos, los tres, que allá donde estuvieren seguro, seguro seguirían juntos haciendo nuevos proyectos. Descansen en paz.